El pleno del Parlament de Catalunya aprobó anteanoche la ley del referéndum que plantea la independencia de España, una votación en la que no quisieron participar los tres partidos de la oposición –Ciudadanos, PSC y PP–. El resultado final fue el reflejo de la profunda división política y social que genera el proceso independentista, que ayer dio un paso trascendental en su desafío al Estado. Durante toda la jornada, el Gobierno central activó todos los mecanismos jurídicos –por medio del Tribunal Constitucional– para neutralizar e invalidar la ley catalana que posibilitó que el president de la Generalitat, Carles Puigdemont, firmase inmediatamente la convocatoria de la consulta. Fue el colofón de una sesión histórica, pero también extremadamente tensa en la que se sucedieron las intervenciones durísimas por parte de todos los portavoces.

Legalidad forzada.
Desde el inicio hasta el final del debate, interrumpido en diversas ocasiones, era manifiesto que el Parlament –por imposición de la mayoría soberanista– rebasaba y forzaba de manera deliberada el marco jurídico vigente. Lo hizo incluso con su propia reglamentación interna, como denunciaron de manera reiterada los grupos de la oposición. Pero la convocatoria del referéndum para el 1 de octubre ya no permitía más dilaciones y los promotores del independentismo hicieron caso omiso a las advertencias de ilegalidad, tanto de los juristas del propio Parlament como del Consejo de Garantías Estatutarias.

Una solución política.
Más allá del lamentable espectáculo político de ayer y del resultado de la votación, incluso de sus consecuencias, lo cierto es que el problema de España con Catalunya –al menos con una parte muy importante de sus ciudadanos– sigue pendiente de resolverse. El vigente entramado legal, al que se aferra el Gobierno del PP que preside Mariano Rajoy, ha empezado a mover la estructura del Estado para acabar con este desafío soberanista que no lleva a ningún lado.