Respetar a sus votantes. Trump ganó las elecciones apelando a los sentimientos de la empobrecida clase media, sobre todo en los estados de la América profunda. No hurtó ni mensajes demagógicos ni apelaciones a que su país recuperaría el esplendor ahora marchitado, comenzando por su antaño orgullosa industria automovilística. Fue el voto nostálgico el que le hizo presidente. Y ahora debe comportarse como un rehén de sus palabras. Es muy probable que cuando se siente en el Despacho Oval se dé cuenta de la realidad, que el verdadero control económico se encuentra en el hiperdinámico Wall Street, que es donde se canalizan las inversiones en todo el planeta. El ultraproteccionismo que propugna va en contra de los intereses del dólar, presente en los grandes movimientos financieros mundiales.
Amenazas infantiles. Con sus bravatas electoralistas, Trump cosechó infinidad de votos. Vendió una quimérica superioridad de la clase media norteamericana y le prometió sueldos altos, bienestar garantizado y solidez de su red industrial interna. Pero en pleno siglo XXI tal visión es infantil. La globalización implica producir el máximo al menor coste posible. Las naciones desarrolladas mantendrán su liderazgo con la mejor profesionalización y tecnificación, aportando avances punteros e innovadores. No con trasnochados aranceles proteccionistas. Trump se dará de bruces con la realidad.
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