La decisión del Govern Armengol de impulsar una normativa que, caso de ser necesario, imponga a los bancos el deber de alquilar pisos de su propiedad, asumiendo el Ejecutivo el control de los arrendamientos, ha de valorarse como un esfuerzo público para hacer realidad el derecho constitucional de todos los ciudadanos a poder contar con una vivienda digna. Los bancos no saldrán perjudicados ya que se les pagará la diferencia entre la cantidad que abone el arrendador y el precio de mercado. Y a cambio, importantes segmentos sociales, sobre todo jóvenes, podrán tener acceso a un domicilio y mirar con más optimismo el mañana.
Necesidad de actuar. La crisis del sector inmobiliario, que ha arrastrado al resto del tejido productivo durante los últimos ocho años, ha causado estragos en la colectividad. Cayeron infinidad de empresas, el paro se incrementó de forma alarmante y el miedo entró en las venas de la sociedad. Favorecer el acceso a la vivienda es una llamada a la recuperación. Es lógico que los bancos miren con resquemor esta intervención pública en su patrimonio inmobiliario. Pero al fin y al cabo se trata de un apoyo público para mover el mercado, para dinamizarlo y para dar empuje a la sociedad.
Contrasentido. El boom inmobiliario que comenzó a mediados de los años 90 y se prolongó hasta el 2007 alcanzó niveles que rozaban el delirio. Los precios de los pisos se hicieron desorbitantes a la par que el movimiento especulativo en torno a terrenos y viviendas ya construidas trastrocó el normal funcionamiento del mercado. Aquella burbuja acabó estallando con efectos catastróficos. Las entidades crediticias, comenzando por las cajas de ahorros, atravesaron una coyuntura a veces terrible. Pero los errores del pasado no deben nublar el futuro. Las viviendas son un extraordinario bien en sí mismas, siempre que el sector funcione con normalidad. Sería un contrasentido no comprenderlo. Hay que actuar, como hace el Govern, para recuperar el equilibrio.
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