Me preocupa, sin embargo, que no hayamos pasado de ser demasiado pesimistas a ser demasiado optimistas, como advertía Kristalina Georgieva, directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), a la conclusión del Foro Económico Mundial de Davos, celebrado unos días antes de la fiesta de Ifema. He leído en diversas crónicas sobre la cita económica de Suiza que los líderes mundiales regresaron a casa con el claro mensaje que no había que confundir la esperanza con el optimismo y que, pese a la moderación de la inflación, la mejora de las expectativas y la reapertura de China, el mundo debería bordear de nuevo en 2023 el abismo de la incertidumbre. «Estamos mejor, lo cual no significa que estemos bien, hemos sufrido el tercer crecimiento más bajo en diez años y la confianza está en riesgo permanente», dijo también Georgieva.
Por su parte, Christine Lagarde, presidenta del Banco Central Europeo (BCE), exigió que los gobiernos de la zona euro continuasen aplicando más medidas para contener el alza en los precios y no obligar a la entidad monetaria europea a sumergirse en una espiral alcista de los tipos de interés. Un dopaje en vena que demuestra la realidad del momento y que funciona como estímulo para que la microeconomía no se desanime y siga tirando del carro. El mensaje de moda desde la pandemia es que todo irá bien porque papá y mamá estado se encargaran de todo. Hemos entrado en una nueva era de la globalización donde ya no manda el mercado sino la política (Bruno Le Maire, ministro de economía de Francia).