Asistimos estos días con frustración, cierto grado de ira y mucho estupor a una cadena de acontecimientos que, desde luego, ponen en duda que la ley de la impenetrabilidad de la materia sea aplicable en estas latitudes. Aunque parece que ya no cabe un lelo más, no hay que preocuparse, que llega otro y, sin saber cómo, se hace hueco.
Entre chavales que montan macrobotellones y acuden a macroconciertos para crear macrobrotes, que se creen y sienten invulnerables y ausentes de responsabilidad; padres de esos chavales (algunos menores) que, en los coletazos de una pandemia, mandan a sus hijos a viajes de fin de curso o los dejan salir como si ya todo hubiera vuelto a la normalidad y luego se sorprenden de que se contagien y contagien; empresarios que no ven más allá del parche inmediato en su agujero económico y se saltan todas las medidas de prevención; autoridades que, primero autorizan y consienten esas reuniones y celebraciones, para luego, cuando ven que se les ha ido de las manos, no saber ni poder cortarlas y lanzarse al minuto siguiente a echar un freno de mano que ya es imposible funcione o decretar confinamientos que, a la luz de la resolución judicial, resultan indiscriminados. Y de remate, nuestra clase política, que aprovecha cualquier ocasión para, en vez de ponerse a trabajar en soluciones, dedicar todo su tiempo a tirarse a la cabeza los trastos, aunque esto suponga pegarle un tiro en el pie a la economía de las Islas.
¿Hay alguien al volante? Pues lo siento, pero parece que dominan los descerebrados.
Estamos yendo a la carrera a tirar por la borda todo el esfuerzo que la sociedad civil y empresarial de estas Islas han realizado con callada paciencia durante un año y pico. Los indicadores actuales del rebote de la pandemia debieran preocuparnos y ocuparnos a todos. Un año más sin cierto grado de normalización en nuestra temporada puede suponer el golpe de gracia para gran parte de la economía de estas Islas. Han volado de un plumazo el recuerdo de los fallecidos por la enfermedad, la presencia de los que han quedado tocados por ella, el esfuerzo de nuestros sanitarios y de todos los sectores esenciales que se han dejado la piel por mantener con alfileres una sociedad y una economía que se lo agradece volviendo a estamparse con la misma piedra. El espectáculo ha pasado de lamentable a grotesco. Retorciendo una frase histórica: nunca tan pocos pueden hacer tanto daño a tantos…
Todos debiéramos ser conscientes de que aún no hemos pasado página, que nuestra economía es un gigante con unos pies de barro muy, muy frágiles. Acudir al sentido común en la autoaplicación de las normas, para que cada ciudadano o cada empresa desde su responsabilidad sea consciente de qué y cómo debe comportarse, parece no ser la solución. La sobrerregulación seguida de una carencia en su control efectivo, tampoco. Para mí, que todo pasa porque cuando uno salga de su casa para sentarse en su escaño o en su despacho oficial, o para levantar por las mañanas la persiana de su negocio, o vaya a reunirse con sus amigos o familiares, lo único que no puede dejarse en casa es… el cerebro.