La actual digitalización y robotización de nuestras economías ha generado una reciente preocupación por la pérdida de puestos de trabajo en nuestra sociedad, algo que a muchos economistas nos recuerda al movimiento obrero ludita surgido en el siglo XIX como respuesta a la aparición de los telares mecánicos. Hoy en día no se trata de destruir telares sino de pensar lo beneficioso que puede ser para la sociedad el poder disfrutar de mayor tiempo libre y de los nuevos bienes y servicios disponibles que se obtendrían gracias a la reasignación de la fuerza laboral excedente (más ocio, cuidados a dependientes, etc.).
El ser humano dispone de unas 8.800 horas anuales que dedicamos en gran medida (casi el 50%) al sueño, a nuestra alimentación e higiene. El resto del tiempo (algo más de 4.500 horas) lo utilizamos para el ocio y el trabajo, siendo sustitutos el uno del otro.
En 1870 un trabajador a tiempo completo en un país avanzado trabajaba una media de entre 60 y 70 horas semanales, totalizando más de 3.000 horas anuales de trabajo, dejando escaso tiempo para el ocio. Gracias a los avances tecnológicos, los movimientos sociales y la lucha sindical, un siglo más tarde (1970) el tiempo medio trabajado había disminuido en más de 1.000 horas anuales. De esta forma, en la década de los setenta los trabajadores de países como Francia, Alemania o Australia trabajaban en torno a las 2.000 horas anuales (Japón 2.200), mientras que en el Reino Unido y Estados Unidos se situaban en torno a las 1.800 /1.900 horas anuales.
Desde entonces, las cosas han cambiado mucho. Mientras en Europa proseguía su avance hacia la disminución de la jornada laboral, situándose hoy en día por debajo de las 1.500 horas en países como Alemania (1.356) o Francia (1.470), por el contrario, en los Estados Unidos, Australia o el Reino Unido esta disminución se ha visto frenada manteniéndose jornadas laborales en torno a las 1.750 horas anuales. ¿Por qué los países anglosajones que fueron pioneros en este proceso muestran ahora una resistencia?
En la mayoría de países el efecto renta domina al efecto sustitución. Cuando se producen aumentos del nivel de vida los trabajadores tienden a recortar su jornada laboral al valorar más el ocio. Así se explica que en 2017 México presentase la jornada laboral más larga de la OCDE (2.257 horas anuales), mientras que en el extremo opuesto se situaban Alemania, con 1.356 horas y Dinamarca con 1.408.
Sin embargo, esta regla choca con los resultados obtenidos recientemente en países como Estados Unidos (las horas trabajadas han aumentado de 1.773 en 2010 a 1.788 en 2017). Más aún, se observa que las jornadas laborales tienden a aumentar más entre los que perciben los salarios más elevados y más concretamente en ocupaciones altamente especializadas. Para algunos autores este comportamiento se podría justificar por el “agradable” ambiente laboral que gozan ciertos trabajadores especializados en el conocimiento que en ocasiones asocian el trabajo al ocio. Otros autores atribuyen esta diferente evolución entre Europa y EE.UU a una mayor desigualdad en las retribuciones salariales.
En España no somos diferentes. Pese a que nuestra jornada laboral haya ido disminuyendo a lo largo de los últimos años (de 1.710 horas en 2010 a 1.687 en 2017) hasta situarnos por debajo de la media de la OCDE (1.744,) aún nos queda mucho recorrido para homologarnos con los países del centro y norte de Europa. Empresas como Iberdrola u Orange han intentado cambiar su cultura laboral introduciendo la flexibilidad horaria, el teletrabajo o la obligatoriedad de las dejar las oficinas a partir de una determinada hora, obteniendo mejoras en la productividad y retención del talento. Ese es el camino a seguir.