Estaba convencido de que la principal lección que habíamos aprendido todos de la crisis, de sus causas y consecuencias, pero especialmente de su gestión, era que recuperar una senda de crecimiento económico sólida y estable requiere tanto de políticas de oferta como de demanda. Unas se apoyan en las otras, aumentando la eficacia de ambas.
Sin embargo, ayer observé que se sigue apelando individuamente a las políticas de demanda como la única forma de aligerar el malestar económico. Tal vez porque seguimos siendo prisioneros de la tendencia que nos lleva a buscar respuestas simples a lo que en realidad es un problema económico complejo.
Ciertamente, un largo e intenso periodo de debilidad de la demanda –como el actual– crea un déficit de consumo e inversión que se traduce, por definición, en una probabilidad mayor de que los trabajadores continúen desempleados, pierdan sus habilidades y se conviertan en parados estructurales. Esto tiene consecuencias graves para el conjunto de la economía, pues a lo largo de este proceso se erosiona la capacidad productiva y con ella el crecimiento potencial de la economía. De acuerdo con esta correcta línea argumental, se concluye que cuanto antes se articulen políticas de demanda, antes se devolverá a la economía a su crecimiento potencial, y menor será, por tanto, la probabilidad de que el nivel de vida de los ciudadanos y las oportunidades de empleo se erosionen de forma permanente.
No obstante, esta conclusión presupone que la eficacia de las políticas de estímulo de la demanda no depende de las medidas relativas a la oferta y esta cuestión, aunque válida a efectos de simplificación en la pizarra, es errónea en la realidad. Así, si las condiciones de oferta de la economía incluyen –como sigue ocurriendo actualmente– un elevado ratio de endeudamiento, las políticas de demanda resultan menos eficaces en la estimulación de la actividad económica, pues las ganancias de la política fiscal son absorbidas por la elevada deuda pública y los beneficios de una política monetaria de bajos tipos de interés sobre la inversión y el consumo se ven mitigados por el elevado endeudamiento privado.
Paralelamente, si las condiciones de oferta de la economía incluyen –como sigue ocurriendo actualmente– elevadas rigideces en el mercado laboral, el impacto esperado de las medidas de estímulo del consumo sobre la demanda de puestos de trabajo se ve limitada por la naturaleza en parte estructural del desempleo, el desajuste de competencias entre los solicitantes de empleo y las vacantes de empleo, y la baja movilidad de los trabajadores. De la misma forma, la fragmentación de los mercados de capitales dificulta la canalización del ahorro donde se necesita una mayor inversión, retrasando la necesaria reestructuración de la economía hacia sectores de productividad más elevada.
Es en este contexto cuando las políticas de oferta –y me refiero a las reformas estructurales– pueden ayudar a potenciar las políticas de demanda. Y es que, aunque en general se afirme que a corto plazo las reformas estructurales provocan una contracción del PIB, no deberíamos obviar que existe una fuerza contrapuesta que crea el espacio para que los gobiernos, las empresas y las familias puedan gastar más a corto plazo. Y es que al reestructurar, reactivar, recapacitar… se crean expectativas de renta permanente que llevan a las empresas a adelantar la inversión y a las familias a reducir el ahorro de precaución y aumentar, así, el consumo. Como resultado de este proceso reformista la fuerza de trabajo responde de forma más rápida y eficaz a la mayor demanda, al tiempo que se asegura que la mayor demanda se canaliza hacia los sectores adecuados y, por lo tanto, se acelera más que retarda el proceso de destrucción creativa.
A estas alturas ya no deberíamos estar discutiendo, por tanto, sobre la necesidad de implementar reformas estructurales y mucho menos sobre la posibilidad de sustituirlas por políticas de estímulo de la demanda, sino que deberíamos estar centrados en el ritmo y la composición de una agenda de transformación productiva. Y es que más que el qué, lo que importa en estos momentos es el cómo.
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