JULIO HERRANZ

La publicación de Los días grises. Memoria de un niño de la guerra (Aguilar), de Antonio Isasi-Isasmendi, en la que el reconocido cineasta afincado en Eivissa narra sus recuerdos infantiles en Barcelona durante la Guerra Civil, ha traído a la isla al escritor valenciano Manuel Vicent y al periodista y adjunto a la dirección de El País Àngel Sánchez Harguindey; buenos amigos del director de Las Vegas 500 millones.

Manuel Vicent, quien ha escrito el prólogo del libro, explicó ayer a este periódico que conoce a Isasi «de toda la vida y de ver sus películas. Tenemos bastantes amigos comunes, entrecruzados, variables; todo lo que es una buena amistad a lo largo», precisó el escritor, quien valoró con generosidad el estilo y la filosofía vital de Isasi: «Antonio es un esteta. Me gusta mucho porque sabe aprovechar la vida, que la vive de una forma muy estética. Tiene muchos amigos, la gente le quiere, le sienta bien la ropa, está delgado, es guapo todavía, aún liga, le gustan muchísimos las mujeres... No se puede pedir más», ironizó.

Vicent conoce Eivissa desde hace años. «De todos los veranos. Desde que tengo barco, que hace casi 35 años, es raro el verano que no venga. Descubrí la isla cuando era pre-hippy; como un paraíso terrenal que no estaba vendido por parcelas. Un amigo que había sido compañero de colegio me invitó a pasar aquí diez días en el año 54 o 55. Después, a partir de los 60 he venido muchísimo». Y ha seguido con interés la evolución que ha sufrido la isla en los últimos tiempos. «Sí, con los túneles y las autopistas. Pero la sensación de una autopista es prisa, y no tiene sentido tener prisa en Eivissa. Ese cuarto de hora que llegas antes a un sitio, ¿en qué lo gastas, en rascarte la pierna?», valoró el escritor.

En cuanto a los recuerdos infantiles de Isasi, Manuel Vicent apunta entre otras cosas en el prólogo de Los días grises: «Viéndolo en el presente no es concebible que este hombre pasara penalidades de niño. Es evidente que fue un niño feliz en medio de la miseria de aquella España que se desesperaba por matarse. Con una sencillez muy elaborada va contando en este libro los pequeños avatares que constituyen el tejido de la vida y que alcanza toda su profundidad en la escalera de casa, en la esquina del barrio, en el rostro de los vecinos, en la ropa íntima femenina colgada en los tendederos del patio, en los juegos eróticos con una niña en el rellano, toda la energía que se concentraba en los juguetes, en las ruedas metálicas con bolas de acero que servían para fabricar un patín. Los primeros viajes, el primer mar, las canciones en la radio de capillita, las voces de algún vecino que decía que se habían levantado los militares en Àfrica».