Reconozco que una gran parte de mi vida está regulada por la música, y desde mi periodo laboral en el bar Arteca, a las órdenes de Mauri y Montse, el jazz ha sido fundamental en mi manera de entender el arte. Esta pequeña introducción puede dar a entender, entonces, la absoluta devoción que siento por la cita ibicenca, que, poco a poco, parece dispuesta a dar la vuelta al recinto amurallado saltando de baluarte en baluarte.

Son veinte años ya. Era apenas un adolescente cuando el certamen aterrizó en la isla y, desde entonces, sólo he faltado a la cita en dos ocasiones por motivos que no vienen al caso. Y para los oídos de quien aún se estaba formando musicalmente, asistir a aquellos conciertos era un regalo inusitado. Sólo echando un rápido vistazo al pasado puede darse uno cuenta de la magnitud del impacto que algo ha tenido en su vida y, en mi caso particular, esa experiencia pasa por nombres como McCoy Tyner, Brandford Marsalis, Didier Lockwood, Elvin Jones, Brad Mehldau, el trío Medeski, Martin & Wood, Abe Rábade, Perico Sambeat, Chano Domínguez... Los aficionados a la música electrónica tienen a sus dioses en Eivissa y creo que sólo el jazz ha contado con una nómina similar en cuanto al firmamento del género.

No ha sido un camino de rosas, es cierto. Hubo parones rodeados por la ignorancia respecto a si el festival seguiría adelante o no. Afortunadamente, la suma de muchos esfuerzos devolvió el jazz a la isla y en el recinto amurallado seguimos año tras año (en esta ocasión con un nuevo salto de baluarte y otro fuera del recinto amurallado), dejando que nuestra vida siga pasando nota tras nota.

Pero esta pequeña crónica sentimental no estaría completa sin un recuerdo a un pianista que ofreció una monumental actuación hace ya cuatro años en el baluarte de Santa Llúcia acompañado por su trío y que falleció este pasado verano mientras practicaba submarinismo en Suecia. Esbjörn Esvensson nos regaló un concierto cuyas notas aún resuenan en los lienzos de las murallas y en las callejuelas de Dalt Vila. Desgraciadamente, su piano ha enmudecido aunque deja tras de sí una obra consistente que enamoró a este aficionado una calurosa noche. Aún le recuerdo, agarrando las cuerdas del piano mientras una tormenta rítmica sacudía el baluarte. Sobre el escenario, el trío pareció abrir el universo de par en par y, por aquella puerta, agarrados a las notas, nos dejamos arrastrar hasta las fronteras de una Escandinavia regida por el sonido de un piano.