En momentos de excitación planetaria, de bufandeo generalizado y de patriotismo exultante, me remito a la frase del añorado Manuel Preciado («ni ahora somos el Leverkusen ni antes éramos la última mierda que cagó Pilatos») para observar desde la barrera la mayor goleada de la historia de la selección española en un Mundial.
No es fácil meter 7 goles a nadie. Ni en juveniles ni en Segunda Regional. Mucho menos en un campeonato del Mundo donde se supone (aunque cada vez menos) que están los mejores combinados de los cinco continentes. Y España trituró, machacó y bailó cómo, cuándo y dónde quiso a una Costa Rica que debió firmar la actuación más deplorable de su existencia. Es cierto que el grupo de Luis Enrique jugó como quiso y convirtió al bloque tico en un muñeco de trapo. Pero hay que tener los pies en el suelo.
Ni el otro día en el amistoso ante Jordania la selección era una banda con unos defensas de verbena, un centro del campo plano y un ataque sin pólvora, ni ahora es el Brasil del 70. El propio técnico asturiano apeló al manido el elogio debilita para bajar la potencia del fuego mediático a los que ya señalan a la Roja como la principal favorita a conquistar el título mundial. Es el debate de siempre: euforia o calma. Basta una derrota el próximo domingo ante Alemania, que pudo golear en el primer tiempo (como Argentina a Arabia Saudí) y se desplomó ante Japón, para que las cañas se vuelvan lanzas... Capítulo aparte merece Marco Asensio, aquel niño de Calvià que soñaba con ser futbolista, ha inscrito su nombre en el Mundial con letras de oro al ser el primer futbolista mallorquín en marcar. El niño de oro vuelve a cotizar al alza. Y en enero puede ser agente libre...
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