Una final entre una selección que ganó cuatro Mundiales y otra
que obtuvo tres ofrece la posibilidad de que en el futuro se
recuerde esta competición con los rostros de Ronaldo, Rivaldo,
Ronaldinho, Kahn, Neuville o Klose desencajados gritando un gol y
no con el de Joseph Blatter en el momento de ensayar un clásico
gesto de suficiencia como diciendo «todo está O.K.».
En cuanto a lo futbolístico, también han mejorado las
posibilidades de un buen espectáculo en el partido decisivo del
torneo, porque se mantiene la presunción de que todo lo que podrían
ofrecer y no lo han hecho, de momento, las cotizadas figuras de
ambos conjuntos, es factible que lo vuelquen en el campo durante
los 90 ó 120 minutos finales de esta cita.
La historia de ambos finalistas ilusiona, y como en el fútbol la
ilusión es indispensable e imposible de canjear por otra sensación,
sentimiento o estado de ánimo, los esperanzados aficionados al
fútbol en el mundo creerán ver a Beckenbauer con la camiseta de
Christian Ziege, a Rummenigge con la de Dietmar Hamann y a Overath
con la de Bernd Schneider. Los nostálgicos de Pelé, Zico y Rivelino
tienen mejores recursos para montar en su imaginación una jornada
inolvidable y entonces se aferrarán a los recuerdos cercanos de
fútbol brillante que han recogido de Ronaldinho Gáucho, Cafú,
Rivaldo, Roberto Carlos y Ronaldo y aguardarán ansiosos que se
destapen con lo mejor de su repertorio en esta ocasión única e
irrepetible.
El Mundial, manchado por oscuros arbitrajes y continuas
negativas de las evidencias por parte de la FIFA, que pusieron en
duda su transparencia, pudo haberse cerrado con una final entre
Turquía y Corea, lo cual no es descabellado si se tiene en cuenta
que en las semifinales la diferencia entre Alemania y los coreanos
la marcó un gol y que lo mismo ocurrió entre Brasil y los
turcos.
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