El Mundial de 2002 será un torneo invisible, prohibitivo para todos
aquellos que carezcan de una parabólica. Será un campeonato de
imágenes contadas, de ilustraciones y de ondas herzianas, de
cuéntame lo que pasó. El monopolio de las plataformas digitales se
ha esparcido por Corea y Japón y sólo los partidos que juegue
España (previsiblemente pocos) podrán ser juzgados con cierto
criterio. Es el primer Mundial condicionado por el pago por
visión.
Es muy probable que las zancadas de Zidane, las carreras de
Denilson, el golpeo de Beckham o la pegada de Verón se conviertan
en material de desguace, de resúmenes hasta que llegue la final,
porque hasta entonces nos deberemos conformar con algún quiebro
imposible de Tristán, las excentricidades de Chilavert y el
despliegue físico surafricano. Mientras, Figo lanzará algún regate
o Ballack rematará un balón desde la esquina.
Llegados a un torneo de este nivel, confiar en España es apostar
por un proyecto frágil, por un equipo acostumbrado a la derrota. Lo
dicen los números, los peores enemigos del combinado nacional.
Nunca se arrimó a una final, porque España gana este tipo de
torneos antes de que empiecen. Es una práctica sencilla, que
requiere menos esfuerzo; se trata de convocar a 24 jugadores (uno
de ellos debe estar lesionado), hacer una campaña publicitaria
ciertamente agresiva que conciencie a la afición de que que la
selección es invencible y luego caer tras la primera fase. Lo
dicho, sencillo, muy sencillo.
Será difícil que Camacho sea capaz de cambiar la dinámica
perdedora que persigue a los españoles en un Mundial, pero lo va a
intentar a su estilo: látigo, verbo fácil y algún que otro
exabrupto a la prensa. El de Cieza cuenta con uno de los combinados
más equilibrados de los últimos tiempos, porque España mezcla
juventud y veteranía, talento y músculo, Joaquín y Nadal. Al margen
del triunfo preconcebido de España, el resto juega un Mundial
paralelo. Lo hace Francia, que llega con las piernas cansadas; o
Brasil, minada de interrogantes, pero con Ronaldo; o Argentina, que
no tiene excusa.
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