Jorge Muñoa (Efe) - VITORIA
Elmer Bennett, uno de esos estadounidenses enamorados de la hamburguesa y las palomitas, peculiar en todo y capaz de tumbar al mismísimo Maccabi Tel Aviv en el último segundo, organizó la marimorena en Vitoria y en el Tau con otra canasta mágica que, después de dieciocho años, volvió a proclamar campeón de Copa al anfitrión del torneo justo cuando ya volaba hacia las vitrinas del Barcelona. Vitoria llevaba dos años esperando a su equipo en la final de la Copa. Flotaba una euforia contagiosa en toda la ciudad y, por supuesto, en el Buesa Arena, atestado de aficionados mucho tiempo antes de que los jugadores saltaran al campo para calentar. Había demasiadas ganas por celebrar el título, pero primero era preciso ganarlo.
La excelente imagen ofrecida por el Tau en cuartos y en semifinales; el contundente triunfo liguero cosechado una semana antes frente al mismo adversario y en el mismo escenario (96-82); y el fulgurante inicio local, un 8-2 cuando muchos espectadores todavía pedían refrescos en los bares, encendió la celebración esperada por una grada ávida de fiesta. Los únicos sesudos ajenos a la algarabía en el Buesa Arena vestían de corto o se ganan la vida como técnicos, porque tanto los jugadores como los entrenadores tenían claro que la final iba a someterles a todo tipo de pruebas antes de adjudicar el título. Pero claro, mientras Chris Corchiani y el yugoslavo Dejan Tomasevic dibujaban el mate que hacía el 14-6 la mente de los animosos hinchas alaveses sólo pensaba en ver a su capitán con la Copa a cuestas.
Sin embargo, un par de minutos bastó para que el Barça entrase en el partido, forzase el primer tiempo muerto del Tau y aplacase la fiesta. Ivanovic y Aíto eran, de largo, los menos sorprendidos. Ellos estaban allí para intentar ganar. Ni siquiera hubieran osado reparar en festejos. Llevaban la pizarra plagada de medidas y contramedidas para decantar el pulso de su lado. El caso es que Fabrizio Oberto empezó muy entonado y eso dio fuerzas a los suyos hasta que la evidente superioridad colectiva de los azulgranas terminó por acallar a todo el pabellón con un parcial de 10-22 (24-28 m.18). El Tau tenía en ese momento dos o tres candidatos al MVP, pero el Barça apuntaba al título. Cada uno de los jugadores barcelonistas sobre la pista había aportado algo en pos del bien común. A los alaveses les perdía la inconsistencia como bloque. Ahora bien, jugaban en casa y cuando el lituano Sarunas Jasikevicius levantó el puño al aire para celebrar el triple del 34-41 entendieron que, o empezaban a pelear por la final o se conformaban con aplaudir al campeón.
Un esfuerzo desesperado y la imprescindible dosis de acierto requerida en estas situaciones sacaron al Tau del pozo en un tercer cuarto donde le iba la gloria o la miseria, aunque aún le hizo falta un poco más para volver a soñar (60-61 m.31) y subsanar su gran error de la tarde: permitir que el Barcelona entrase en el choque con todas las de la ley en vez de acogotarle apoyado en la ventaja del arranque. El Barcelona forma parte de la alta sociedad del baloncesto, ese coto restringido a los equipos que saben dar la cara en los momentos de la verdad, que ya han acuñado un prestigio y no necesitan teñirse la sangre de azul. También es cierto que el Tau lleva lo suyo llamando a la puerta del club. Desea un sillón junto a la chimenea y lo buscó sin descanso, incluso acarició el cuero y la copa de brandy por medio de Laurent Foirest.
El francés levantó al público de sus asientos con un triple que abría las puertas del cielo a falta de tres minutos (76-77) y la final adquirió un aspecto fantástico. Grande contra grande. Imperio contra imperio. Sublime y, además, 83-83 a un minuto vista de la bocina. Y allí estaba Bennett para ver pasar el cadáver del Barcelona tras dos fallos, el primero de un Jasikevicius que había estado sensacional toda la tarde y el segundo de Digbeu, los últimos zarpazos lanzados por el equipo de Aíto en los quince segundos que Benito, como le llaman los aficionados baskonistas, les concedió antes de subir los puños al cielo de Vitoria y romper el gafe de los anfitriones.
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