La pareja y sus tres hijos -dos gemelos de 18 años y la
adolescente- residían en un adosado de la calle Armador Valentí
número 11 A, esquina con la calle Lanzone. A las 22.26 horas el
cabeza de familia, un basurero de baja por enfermedad, llamó al 092
y contó que había golpeado a su mujer, que yacía en el suelo. Una
patrulla de la Policía Local llegó a la casa, de dos alturas, y se
encontró con la puerta abierta. En el recibidor estaba la chica,
extrañada por la presencia de los agentes, y detrás de ella
Gregorio, sollozando. Llevaba en la mano un cinturón de piel negra
y les indicó en dirección al dormitorio, en el piso superior. Junto
a la cama, en posición decúbito supino, estaba Josefa, aún
caliente. A preguntas de los policías su esposo confesó: «He
apretado demasiado con el cinturón, hasta que ha dejado de
moverse». Los intentos de reanimación fueron inútiles. Josefa ya
estaba muerta, y sus hijos, que aguardaban en la casa de los
vecinos, aún no lo sabían. La calle estaba cortada, atestada de
coches de policía y numerosos vecinos intuían la tragedia: «Ha
pasado algo gordo, dicen que está muerta», opinaba un joven. El
asesino pasó de un estado inicial de conmoción a una excitación
progresiva, inquietante. Presentaba dos arañazos en el cuello y uno
en el abdomen, provocados por su mujer, en un intento desesperado
de quitárselo de encima. Fue trasladado hasta el PAC de Son Pizà,
junto al cuartel de San Fernando, y de ahí al Àrea de Psiquiatría
de Son Dureta, donde a la una de la madrugada quedó ingresado.
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