—¿Dónde nació usted?
—Nací en pleno corazón de Barcelona, entre la Plaça de Catalunya y Plaça de Urquinaona. Yo era la mayor de los tres hermanos, Lluís y Miquel eran mis hermanos pequeños.
—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi madre, Asunción, se ocupaba de la casa y de nosotros, como la mayoría de las mujeres de la época. Mi padre era grabador químico. Trabajaba con latón y zinc. La verdad es que no sé muy bien cómo lo hacía, pero estuvo muchos años trabajando para una empresa antes de montar la suya propia.
—¿Cómo fue su infancia en la Barcelona de los años 40?
—La verdad es que yo siempre fui una niña muy buena. Yo era incapaz de hacer lo que hacían otras amigas, que decían que se iban con sus hermanos y en realidad se iban con quién querían. Nunca fui de güateques ni de juega... ¡Todo lo que me perdí! Sí que iba mucho al teatro o al cine, pero siempre con mi padre. Era tan beata que llegué a plantearme hacerme monja. La religión también tenía un papel muy importante en la sociedad cuando yo era pequeña. Todo era pecado y era un ambiente muy represivo pero, como con el franquismo, lo teníamos tan interiorizado que no nos planteábamos que fuera malo.
—¿A qué se refiere?
—A que no fuimos conscientes de que había algún tipo de problema político en España, más allá de que no fuera conveniente hablar de según qué temas con según qué personas, hasta que nos fuimos de viaje de fin de estudios en la Universidad. Unos alemanes se compadecían de nosotros por vivir bajo el régimen de Franco. Cuando has nacido y crecido siempre en el mismo ambiente no te das cuenta de lo dura que pueda ser la situación política. Además, como yo era tan buena, nunca me metía en problemas y tuve una juventud tranquila. Sin ninguna represión.
—¿Dónde fue al colegio?
—A un colegio de monjas, claro. Unas monjas francesas que se llamaban L'Estonnac. El bachillerato lo hice en el Instituto de la Cultura para la Mujer, que lo llevaba la Sección Femenina de La Falange. La verdad es que había un buen ambiente y había buenas profesoras. El único franquismo que se notaba eran las camisas azules que llevaban las profesoras. Después estudié la rama de Pedagogía en Filosofía y Letras.
—¿Pudo ejercer como maestra al terminar la carrera?
—Sí: tres meses. No aguanté más. Nunca he tenido sentido de la autoridad y comencé a trabajar en un colegio de niños ricos, el Patmos. Me tomaban el pelo todo lo que querían. Solo se callaban cuando les leía un libro. El resto del tiempo estaban revolucionados, tanto que alguna vez tuve que salir a llorar al pasillo.
—¿A qué se dedicó entonces?
—A trabajar como correctora en la editorial Vicent Vives. Eso sí que me gustaba. Corregía las galeradas, buscaba fotos relativas al tema en cuestión y les ponía el pie de foto. También trabajaba para Espasa Calpe, que me traían el trabajo a casa para corregirlo.
—¿Trabajó durante mucho tiempo como correctora?
—Hasta que nació Daniel, mi primer hijo. Pero la verdad es que es un oficio que nunca me he sabido quitar de encima. Ser correctora significa sufrir continuamente (ríe). No soporto ver faltas de ortografía, ni si quiera en los whatsapp. Imagínate en los medios de comunicación o en secciones como esta. (Concha hace una pausa para mirar al redactor fijamente).
—Me habla de su hijo Daniel, ¿se casó?
—Así es, me casé en 1967 con Enrique. Nos conocimos en un albergue de verano en Puello de Jaca donde coincidimos con su grupo del Sindicato de Universitarios de Madrid. Le pilló tan fuerte que se cambió la matrícula para trasladarse a Barcelona cerca de mí hasta que consiguió que nos casáramos. Celebramos nuestra luna de miel en Ibiza. Estábamos en Santa Eulària y alquilamos una moto para recorrer la isla. Fue una experiencia maravillosa, vi por primera vez el baile payés ese viaje y todavía me sigue emocionando. Quién me iba a decir que tantos años después, mi hija Núria se mudaría aquí y, tras el covid, yo con ella.
—¿Cuántos hijos tuvo?
—Tres. Después de Daniel nacieron Nacho y Núria. Ya nos habíamos mudado a Madrid, donde fuimos en el 70. Allí me dediqué a mis hobbies: el teatro con el Grupo de Teatro del Cercle Català, donde estuve más de 20 años) y el canto con el Coro de la Casa de Cantabria.
—¿Cuándo empezó con el teatro?
—Cuando tenía ocho años ya hacía teatro en la parroquia. En la Universidad lo hacíamos leído y, cuando me propusieron entrar el el grupo del Cercle Català no me lo pensé ni un minuto. Hacíamos una obra detrás de otra y, normalmente hacía papeles cómicos. Aunque uno de mis papeles favoritos fue en ‘Hay que deshacer la casa', de Sebastián Junyent.
—¿Sigue con su afición por el teatro?
—Así es. En Ibiza estoy en el grupo de teatro de la Llar Ibiza y en el de Can Ventosa. También estoy en el coro de la Llar. Pero me gustaría que hiciéramos más actividades. También he hecho algo de publicidad, como el espot de las ‘Abuelas celosas' de La Cocinera, uno de Kiwis Cespri y otro de Campofrío en el que había muchísimos actores. Algún corto también he hecho cortos, la semana pasada hice uno con los alumnos de la escuela de cinematografía. Viviendo en Ibiza es un poco más difícil que te llamen para estos trabajos. Sin embargo, no se me acaban las ganas. Además también me gusta pintar con acuarela, aprender a tocar un piano electrónico que tengo y escribir cuentos. Tengo alrededor de 20 relatos, pero soy tan exigente que solo los enseño a mi círculo más cercano.
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