Carlos me regaló un karaoke un par de semanas antes del confinamiento. Todos mis amigos hacían bromas al respecto, ya que los Reyes Magos habían desdeñado cumplir ese deseo plasmado en una carta imaginaria que nunca les escribí, «por respeto a los vecinos y a mi novio». Sin embargo, tras un par de cenas distendidas en las que hicimos varias bromas al respecto y donde me confesó que ya había terminado la última revisión de su novela, Carlos me prometió que me recompensaría por corregir esa obra que llevaba diez años alumbrando. Cumplió su palabra y en una bolsa gigante aparecieron una gran carpeta con ese libro que espero que muy pronto podáis leer todos y mi ansiado karaoke.
En mi grupo de amigos, ese que ya conocen, ‘Viajando que es gerundio', todos se han solidarizado con mi chico y solo me permiten cantar una canción al día que debo remitirles. Se aceptan peticiones del público (en castellano, eso sí, para no provocar dolores de cabeza y atentados gramaticales a la vez), y después las cuelgo en mis stories de Instagram para intentar alegrar el día a alguien o provocar, al menos, una sonrisa. He llamado a esta rutina cotidiana que he emprendido ‘Cantar para espantar el miedo', y les aseguro que está resultándome tan terapéutica como escribir esta bitácora. Mi perra me acompaña en cada interpretación con una de sus mejores caras de pena.
Al final los días se componen de rutinas y ahora pasear a RAE, trabajar, escribir, cantar y aplaudir a las 20:00 horas son las mías. Pido desde estas líneas disculpas a mi vecindario si en alguna ocasión me vengo muy arriba y hago demasiados gorgoritos, pero no saben qué feliz me hace ese regalo y lo mucho que lo estoy disfrutando.
El otro día salí de mi zona de confort y, en vez de entonar a Antonio Vega, a Amaya Montero, a Mecano o a Raphael (ya ven que mis gustos musicales son muy eclécticos), me marqué un Mi querida España, versionando a Cecilia. No intenten buscar un sesgo de política en este arranque, porque les aseguro que hoy soy más blanca que nunca, literal y metafóricamente hablando. Fue la ruptura y el dolor de todas las personas que la habitan los que me provocaron ese llanto hecho letra.
Los tres meses que viví en Birmingham para mejorar mi nefasto inglés y tras los que volví tal y como me había marchado, cantaba esa canción muchos días mientras pasaba la aspiradora en el bed and breakfast en el que trabajaba. Ya les he contado en otros artículos lo nefasta que fue esa experiencia que estos días recuerdo a menudo. Cuando me contrataron, por decir algo, ya que nunca firmé documento alguno, me preguntaron dos cosas: que si seguro que era española, porque no lo parecía, así que podía estar tranquila, y que si sabía cantar y bailar. Mi respuesta fue un «no os he entendido», porque me parecía más educada que la que mi cabeza comenzó a construir. Con ese comienzo ya pueden imaginarse cómo transcurrieron los días; decidí no mostrar emoción alguna ante ellos y hacer mis tareas desde la indiferencia. Un día me ‘pillaron' llenando una habitación con el aroma de Cecilia y, cuando levanté la vista, estaban todos aplaudiéndome como si fuese un mono de feria. «¿Veis?», decía una de las recepcionistas, «ya os había dicho que todos los españoles son gitanos y solo saben cantar y bailar». Me sorbí las lágrimas de rabia y decidí cantarles más alto para que escuchasen bien mi letanía, esa España mía, esa España nuestra que llora, y decidí henchirme de orgullo por ser oriunda de un país donde nos enfrentamos al dolor con un Resistiré a golpe de guitarra. Al menos aquí nadie desdeña a sus mayores y a sus muertos, ni esgrime argumentos tan horrendos como que es mejor que el Coronavirus se lleve a los menos fuertes.
Hoy nuestros balcones nos regalan sopranos, músicos y locas con karaokes para demostrarnos que puede que sí, que tengamos algo de ‘duende' en la sangre, y que ante la adversidad sabemos cantarle al miedo para espantarlo y que no nos pille.
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