François Escalle. | Toni Planells

François Escalle (París, 1950) llegó a Ibiza de la mano del mundo de la náutica a principios de los años 80, encontrando su hogar hasta el día de hoy. Sin embargo, su vida laboral comenzó mucho antes, en su Francia natal, donde vivió el Mayo del 68, en sectores como el de la fabricación de papel o la representación de medicamentos.

—¿Dónde nació usted?

—Nací en París. Soy el tercero de los cuatro hijos que tuvieron mis padres, Paul André y Madeleine. Éramos una familia burguesa: mi padre era notario y después estuvo trabajando durante muchos años como encargado jurídico de un bróker de la bolsa de esa época.

—Su madre, ¿trabajaba o ejercía alguna actividad?

—No. Mi familia era profundamente protestante, muy ‘del siglo XIX’. Por ejemplo, antes de comer, teníamos que levantarnos todos para rezar. Mi padre tenía una personalidad muy marcada, era muy rígido y, a la vez, muy intelectual.

—Imagino que pudo disfrutar de una buena educación.

—Sí. Sin embargo, no era buen alumno. Era un poco el rebelde de la familia: mi hermano mayor es médico, mi hermana profesora de universidad… Mi padre quería que fuera abogado y empecé Derecho, pero no me gustó y lo dejé al primer año. Mi verdadera pasión era la náutica. Descubrí la vela un verano de vacaciones en Normandía y me gustó tanto que seguí formándome en L’École de Glénans, una de las más conocidas y prestigiosas de Francia. Estuve trabajando como monitor de vela y participando en regatas durante bastante tiempo.

—En 1968, usted era un joven de 18 años. ¿Vivió el ‘Mayo del 68’ en París?

—En realidad, tenía 17 porque cumplo en noviembre, pero sí: viví esa época de liberación. De repente, la gente joven, primero los universitarios y después los obreros, dijimos basta al sistema de disciplina férrea y tradicional de De Gaulle. Fue toda una revolución. Había que formatear, no formar. A partir de ahí, empezamos a soñar. Las píldoras anticonceptivas acababan de aparecer y las chicas no fueron libres hasta entonces. Fue una explosión total de sexo, música y libertad que no se había vivido hasta ese momento.

—Cuando dejó la universidad, ¿qué hizo?

—El servicio militar. Entonces, en 1970, Francia todavía tenía tropas de ocupación en Alemania y me tocó hacer la mili allí durante un año. Después, empecé a trabajar en la industria del papel a través del tío de una amiga. Para aprender todo el proceso, desde que se tala el árbol hasta que sale el papel, estuve ocho meses en Suecia y un año entero en Inglaterra. También aprendí algo sobre imprenta para conocer el proceso completo, desde el árbol hasta la revista. Trabajé en distintas empresas del sector durante un par de años hasta que me postulé como director de importación de pulpa de papel para Finlandia y Suecia. La verdad es que me supe vender mejor de la cuenta y me dieron el puesto, pero no estaba al nivel profesional que requería un cargo como ese y no duré más que seis o siete meses. Durante esa época, me casé por primera vez, pero yo era muy aventurero y ella era suiza, por eso no duramos mucho tiempo (ríe).

—¿Continuó en el sector del papel?

—No. Entonces, me marché a Perpiñán, donde vivía mi hermano Emmanuel, el médico. Allí me puse a trabajar como visitante médico, vendiendo medicamentos, y acabé como director de región. Duré unos tres años, del 77 al 80, porque, aunque ganaba dinero, mi meta era vivir.

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—¿Lo consiguió?

—Podría decir que sí. Me compré un barco grande, un motovelero de 15 metros, para hacer chárter en Ibiza, aunque no conocía la isla. Llegué a la isla en 1981 para explorar el terreno y acabé trayendo el barco. Esto era el paraíso: ibas a Espalmador cuando salías de Pacha, desayunabas allí en pelotas y no te encontrabas más que cuatro o cinco barcos. Estuve muchos años trabajando con esto y tuve más barcos. Los llamé ‘Sabir’, que es la lengua en la que hablaban entre ellos los comerciantes de los distintos países del Mediterráneo para entenderse.

—Nos está hablando del germen de un tipo de turismo que continúa hoy en día.

—Entonces era muy distinto. Todo era más fácil y se ganaba dinero. La gente era distinta, muy amistosa y tranquila. Se mezclaba el más rico con el más pobre sin que pasara nada. Tuve la suerte de vivir los años dorados de Ibiza, ahora se ha perdido ese espíritu. Fue un periodo glorioso en el que conocí a la madre de mi hija Pauline, Babet. Ella fue una de las primeras que se dedicó a alquilar casas a gente adinerada. Pero eso también ha cambiado: en esa época, muchas de las casas apenas tenían electricidad ni servicios. Pero a la gente no le importaba, ya sabían lo que había. En esa época, también monté un piano bar en La Marina, La Dolce Vita. ¡La de parejas que habré hecho allí! (Ríe)

—¿Duró mucho tiempo ese ‘periodo glorioso’?

—Hasta que falleció Babet, en 1993, demasiado pronto. A partir de ahí, atravesé una depresión que se llevó muchas cosas por delante, mi dinero entre ellas. Todo se derrumbó. Estuve un año trabajando en Barcelona vendiendo productos de belleza hasta que Cachón me llamó para llevar un restaurante en Sant Antoni, Sa Flama. Yo nunca fui un profesional de la hostelería, así que solo duré una temporada. En esa época, conocí a Diana, la madre de mi hijo Andrés. Tras el restaurante, me puse a vender barcos hasta que traté de venderle uno a Bragantini, quien me propuso involucrarme en su proyecto con la S.D. Ibiza. Yo no sabía mucho de fútbol, pero sí de organización, así que me puse a hablar con la gente de Ibiza que sabía de fútbol.

—¿Entendía usted de fútbol?

—De fútbol no, pero sabía de organización. Así que lo primero que hice fue hablar con la gente de Ibiza que sabía. Organizamos todo el tema de los socios. En esa época, vivimos el cambio del campo de fútbol del Parque de la Paz a Can Misses. Allí empezamos una operación de marketing con el dinero que traía Bragantini de Francia. Hacíamos concursos en los colegios para fomentar la afición. Rubén, un argentino que era un loco del fútbol, me propuso darles una tarjeta de socio animador para que fueran con el bombo y sus cánticos. Hasta entonces, el público apenas hacía nada. Logramos llenar el campo con 2.000 personas todos los fines de semana. Gracias al fútbol, conocí a muchísima gente de Ibiza: Tolo, Juanito de Can Alfredo, J.R., Armando… El fútbol me hizo ibicenco. Conseguimos ascender a Segunda, fue una gran aventura para Ibiza a todos los niveles.

—¿Hasta cuándo siguió vinculado a esa aventura?

—Hasta que se marchó Bragantini. Después, dejé el mundo del fútbol para montar una inmobiliaria en la que estuve hasta que me jubilé, aunque hoy en día sigo relacionando gente entre sí, viviendo en Sant Jordi con mi pareja.

—¿Cómo valora la evolución de Ibiza desde su llegada hace más de cuatro décadas?

—Lo que más me choca hoy en día es que se está sobreexplotando el tema del lujo, faltan esos lugares amistosos que había antes. Ese era el espíritu de la Ibiza a la que se venía más a vivir que a ganar dinero.

Me hubiera gustado que las cosas se hubieran hecho mejor. No se puede dirigir toda la oferta a este tipo de gente, en Ibiza hay gente trabajadora que no puede pagar 15 euros por una copa. Pasa lo mismo con la vivienda y con los sueldos: hay que cuidar más a la gente de Ibiza. Hoy en día es muy complicado vivir en Ibiza.