Pilar Cuesta tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Pilar Cuesta (Madrid, 1951) ha sido «una pieza clave en el desarrollo de la educación en Ibiza» desde hace cerca de medio siglo, tal como la describe Pedro Asensio, artista y su compañero de vida y profesión. Su vocación por la enseñanza se hace más que evidente en el brillo de su rostro a la hora de hablar del que ha sido su oficio durante toda su trayectoria laboral. Una trayectoria que, en Ibiza, ha transcurrido durante más de cuatro décadas en el colegio de Can Misses, cuyas puertas fueron cruzadas por primera vez por esta maestra que ha dejado huella en la vida de varias generaciones de ibicencos.

—¿Dónde nació usted?

——Nací en Madrid, aunque crecí en Cuenca, donde nos mudamos cuando yo solo tenía unos dos años. Yo era la mayor de los nueve hijos de Adela y Alberto, mis padres.

—¿A qué se dedicaban sus padres?

—Mi madre, además de ama de casa, era una estudiante frustrada. Como era chica, su padre nunca la dejó estudiar. Tal vez por eso siempre nos inculcó, sobre todo a las chicas, el interés por aprender y estudiar sin ningún límite. Estudiar, por lo general, era lo que se esperaba de los chicos, pero en casa era lo que mi madre esperaba especialmente de nosotras. Jamás nos pidió que la ayudáramos mientras estábamos estudiando o leyendo. Por las noches, cuando terminaba con todas sus tareas y nosotras estudiábamos en el salón, se sentaba con nosotras a leer su libro. Ése era su momento. Mi padre era funcionario, trabajaba como operador de Telefónica, además de dar clases de inglés. Siempre fue un hombre muy moderno, con mundo e inquieto por la tecnología y la ciencia. Siempre estaba construyendo radios y enredando con circuitos, fusibles y lámparas. Recuerdo que, cuando se ponía a soldar con plomo, se caían restos en la mesa que, al solidificarse, formaban una especie de pequeñas esculturas, brillantes y preciosas, que atesorábamos como piezas de arte.

—Entiendo que, con las inquietudes de sus padres, no tuvo ningún problema a la hora de estudiar.

—Así es. Iba al segundo colegio más pobre de Cuenca, el Aguirre (ahora es un centro cultural). La verdad es que tuve una infancia de lo más feliz. Gracias a que mi padre era funcionario nos daban vacaciones, íbamos de colonias o nos daban regalos en el teatro principal de la ciudad el día de Reyes. Las familias de los funcionarios, en los años 50, tenían sus privilegios. Vivíamos en las afueras de la ciudad y jugábamos en el campo con los otros chavales. Yo era muy aficionada a los cómics, me los leía todos: El Capitán Trueno, Flash Gordon, Superman… Siempre iba al kiosco de Óscar, donde le entregabas un tebeo que él clasificaba según su estado y te ofrecía un taco de cómics entre los que podías escoger otro. Siempre me iba con el taco de tebeos nuevos a un banco y, antes de escoger el que me iba a llevar por 10 céntimos, ya me había leído cinco o seis [ríe]. Óscar hizo más por la promoción de la lectura que cualquier sistema educativo. A la hora de jugar, yo era una suerte de Reina Valpurgis, una valquiria tan poderosa que podía jugar con los chicos [ríe]. Siempre estaba jugando a las espadas o a patinar y cambiar cómics más a menudo con los chicos que con las chicas.

—¿Salió de Cuenca para estudiar una carrera?

—No. Hice la carrera allí mismo. Fui de la primera promoción de maestros universitarios. Hasta entonces no se necesitaba más que el Bachillerato elemental y fue entonces cuando se empezó a tratar de elevar un poco más el nivel. Cuando terminé la carrera, intenté hacer Bellas Artes en Barcelona a la vez que trabajaba en alguna academia privada. Pero la experiencia no fue buena en cuanto al trabajo. Yo era muy jovencita y la falda era muy corta, y las propuestas de trabajo tenían unos sentidos muy raros. Te ofrecían muchas ‘posibilidades de ascender o de mejorar el sueldo’ muy ambiguas que, a mis 18 o 19 años, me causaban mucha inseguridad. Así que decidí gastarme el dinero que llevaba en unos cuantos modelitos y volví a casa, donde ya tenía plaza directa y, además, un novio. Mi primer trabajo fue en un colegio de un pueblo, Valera de Abajo, donde tenía 40 alumnos y el suelo del aula estaba apuntalado. Estaba en tan malas condiciones que los críos tiraban los lapiceros a través de las grietas del suelo. Cada semana tenía que ir al piso de abajo, entre los puntales, a recogerlos todos.

—¿Estuvo mucho tiempo en esas condiciones?

—No. Enseguida abrieron el nuevo. Después pasé cuatro años preciosos en otro pueblo: Alarcón. Las tertulias en ese pueblo eran deliciosas. Nos juntábamos con el cura, un intelectual que era poeta, y un escultor cada tarde para hablar de lo divino y de lo humano. Cuando llegamos a la casa de maestros, lo primero que hicimos fue pintar las ventanas cada una de un color, poníamos música de Pink Floyd y cosas así… No tardamos en sumarnos a toda la vida cultural de allí.

—Me habla en plural, ¿es por ese novio del que nos habló antes?

—[Ríe] Sí. Se trata de Pedro, nos conocemos desde el instituto. Los dos somos de Cuenca y él también hizo Magisterio. Nos casamos en 1971 y, en Alarcón, ya teníamos a nuestra hija Sabina y allí mismo nació Pedro, nuestro segundo hijo. Violeta, la pequeña, nació cuando ya vivíamos en Ibiza. Ahora ya tenemos cinco nietos.

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—¿Vinieron a Ibiza después de Alarcón?

—No. Antes habíamos estado en Barcelona, en una escuela piloto en Canet de Mar donde se hacían las primeras pruebas para el cambio educativo del EGB. Se daba la opción a los maestros de experimentar con distintas técnicas educativas y teníamos unos documentos de debate para desarrollar el proyecto. Allí conocimos a otros profesores que habían estado en Ibiza, así que decidimos probar. Cometimos el error de venir en agosto y entonces, en 1977, el tema de la vivienda era tan complicado como ahora. Cada noche teníamos que dormir en un lugar distinto, llegamos a dormir incluso en la puerta de un bar (menos mal que dejamos a los niños con los abuelos). Tuvimos que volver sin haber encontrado casa.

—Aun así, ¿vinieron a Ibiza?

—Así es. En septiembre. La primera semana estuvimos en casa de unos amigos que conocimos en Canet. Un día, jugando con los niños en el parque de Portal Nou, me encontré con Balanzat, quien nos salvó la vida: nos ofreció un apartamento en ses Figueretes. Después estuvimos en otro piso en la calle Castilla y, después, pasamos 14 años en Los Molinos antes de hacernos nuestra casa en Ses Salines. Vinimos a Ibiza con la inauguración del colegio de Can Misses. De hecho, como era la única mujer, todos me cedieron el paso el primer día. De manera que fui la primera en entrar a ese colegio [ríe]. Allí hemos estado Pedro y yo hasta que nos jubilamos. Durante 25 años fui la jefa de estudios y Pedro fue director durante unos años.

—¿Cómo ve la educación hoy en día desde su perspectiva profesional?

—La educación ha tenido el mismo problema desde tiempos de Platón: jóvenes desmotivados y profesores cansados y sobresaturados. Sin embargo, desde entonces hasta ahora ha habido un cambio fundamental: la merma de autoridad del profesorado. Mi teoría es que todo aquel que ha fracasado en los estudios responsabiliza al profesorado, lo que ha hecho que, con el tiempo, se le haya perdido todo el respeto. En toda mi carrera nadie me faltó al respeto. Solo en una ocasión, y fue un niño con problemas graves de comportamiento. Un día le levanté el dedo para regañarle y me lo mordió. No me soltaba, así que fui hasta la sala de profesores con la criatura mordiéndome el dedo para preguntar: «¿Qué hago yo con esto?» [ríe]. En este sentido, para alumnos de este tipo, siempre hicimos un gran esfuerzo en el colegio por la integración de cualquiera de las discapacidades que se pudieran presentar. También lo hicimos socialmente, promoviendo la creación del APA, proyectos de integración a través del arte o programas de inmersión lingüística. Hacíamos más fuerza por defender la importancia de la lengua que muchos locales.

—Cuando habla de educación, se le ilumina la cara, ¿es eso la verdadera vocación?

—[Ríe] He disfrutado siempre muchísimo en la escuela. Ni siquiera diferenciaba cuando estaba en mi casa de cuando estaba en la escuela [las dos son del mismo arquitecto], mi estado de ánimo era el mismo. De hecho, siempre me decían que llevaba la radio puesta, y es que siempre llegaba al colegio por las mañanas canturreando [más risas]. [Entra Pedro, su marido y compañero en Can Misses durante más de 40 años]: «Era agotadora, estaba mañana, tarde y noche desarrollando distintos proyectos. Me llevaba a rastras. De hecho, creo que me utilizó a la hora de convertirme en director...» [risas].

[Sigue Pilar] Yo soy incapaz de ir a hacer esas burocracias. Yo quiero estar en mi despacho, con mis proyectos, con mis profesores y, sobre todo, con mi alumnado. Toda esa pelea sorda me supera y es donde siempre tuve mi punta de lanza en Pedro. Lo mejor de todo fue que logramos seducir a la comunidad educativa, a los padres y a los alumnos con nuestro proyecto.

—¿Echa de menos la educación?

—No. Misión cumplida. Piensa que hemos dado clases a nietos de nuestros primeros alumnos. Algunos ya han terminado sus carreras [ríe]. Hemos trabajado todos esos años muy a gusto, nos han pagado y hemos salido airosos de una profesión muy dura y muy poco valorada. Además, tuve el privilegio de poder hacer lo que quise hacer. Gestionamos lo público como si fuera lo privado, con la diferencia de que, al hacer mal el trabajo, no perdíamos dinero, perdíamos almas.

—¿A qué dedica su jubilación?

—A pintar, a escribir cuentos, reflexiones… ¡Lo que siempre me ha gustado! Tengo un proyecto en marcha desde hace siete años y en el que todavía me queda otro año de trabajo. Estoy reescribiendo El paraíso perdido de Milton desde mi punto de vista, acompañándolo de pinturas (ya llevo 700). Para mí, se trata del manual de la perfecta casada que, desde el punto de vista de una mujer en el siglo XXI, es de lo más cutre y machista hasta la saciedad.