Antonio Montes (Rute, Córdoba, 1945) llegó a Ibiza desde su Rute natal a principios de los años 70 y no tardó mucho en convertirse en taxista nocturno. Un oficio al que ha dedicado más de cuatro décadas de su vida y desde el que fue testigo de la evolución de la noche ibicenca en primera línea.
—¿Dónde nació usted?
—Nací en Rute, Córdoba. Yo era el tercero de seis hermanos. Mis padres eran Juan e Isabel.
—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Al campo. Aunque mi madre apenas daba abasto para trabajar y cuidar de todos los chiquillos y de la casa. Teníamos un pequeño cortijo en lo alto de una montaña y allí trabajábamos toda la familia. No teníamos ni luz ni agua corriente. Para tener agua, mi madre tenía que bajar hasta el río y volver a subir cargada. Hasta que no pusimos electricidad no se pudo poner un motorcillo en el pozo para sacar agua. La luz no llegó hasta que yo tuve unos 18 años. Entre toda la familia, tíos y cuñados incluidos, pusimos los postes para llevar la línea hasta el cortijo.
—¿Iba al colegio?
—¿Cómo iba a ir al colegio? Si en aquella época no había coches y, para ir con el mulo, ¿qué hacíamos con él? ¿Dejarlo suelto en el pueblo? Nuestro cortijo estaba lejos del pueblo y no era fácil poder ir cada día al colegio. Había un profesor, que era del bando que perdió la Guerra, y por eso no podía dar clases en los colegios oficiales. Venía al campo con su bicicleta, una Orbea, y nos enseñaba «las cuatro reglas» a los chavales. Ese fue el colegio que tuve. Todo lo demás lo aprendí en Ibiza.
—¿Cuándo fue a Ibiza?
—En 1971. Un amigo que conocí en la mili, Raimundo, había venido a trabajar aquí. Hasta entonces no sabía ni que Ibiza existía. En todo caso, me parecía que era del extranjero. Más todavía cuando llegué, porque la gente hablaba ibicenco y yo no lo entendía. Creía que, como Ibiza es un lugar turístico, hablaban en inglés. ¡Yo qué iba a saber!
—¿Cómo le acogió Ibiza?
—Muy bien. Nada más llegar, el primer día ya encontré trabajo. No tardé mucho en ponerme a trabajar con Xiquet Pou, conduciendo uno de sus Land Rovers y llevando materiales, maquinaria o compresores de un lado para otro. Lo que más eché de menos de Rute fue el agua y la comida.
—¿Trabajó mucho tiempo con Xiquet Pou?
—No. En el 72 me fui a Granada para sacarme el permiso de conducir y ponerme a trabajar con el taxi. Los domingos eran el día que más trabajo había, cuando los payeses bajaban de los pueblos para pasear por Vara de Rey y que los niños fueran al cine. Los padres jugaban en el Pereyra, en el Alhambra o en cualquier otro bar. Al llegar la tarde, como no había autobuses, cogían un taxi y te decían: «Hem d’anar a Sant Joan». Después: «Es primer camí a l’esquerra»... Claro, yo no entendía nada cuando me decían: «Aturau i anau endarrera, que s’ha passat» (ríe). Además, iban fumando todo el camino y los cristales del SEAT 1.500 quedaban totalmente empañados. ¡No veas para conducir marcha atrás, por la noche, en un camino perdido de Sant Joan y con los cristales empañados!
—¿Tuvo algún tipo de ‘choque cultural’ más en Ibiza?
—Sí. Poca gente tenía su propio coche y estaban acostumbrados a parar un camión o lo que fuera para que los llevara donde fuera. En una ocasión, volviendo de Sant Joan con el taxi, me paró un payés: «Anau cap a Vila?», me preguntó. Le dije que sí y se subió al taxi. Cuando llegamos, me dio 15 pesetas porque, tal como me dijo: «No vull aprofitar-me de ningú». El viaje en taxi valía más dinero. A partir de entonces, cada vez que me paraba alguien preguntándome: «Vas a Vila?», le contestaba que yo iba donde me dijera. Aquí no nos miraban bien del todo: había cierta desconfianza. Un día, paseando por Vara de Rey, me arrimé a un grupo de chicas y su madre las advirtió: «Alerta que aquest és murcià».
—¿Pudo llegar muy lejos ese flirteo con la chica ibicenca?
—No, no me pude ni acercar (risas). Pero acabé conociendo, también paseando por Vara de Rey, a María Luisa, con quien me casé en el 75. Tuvimos tres hijas y un hijo. Ahora tenemos cinco nietos.
—¿Siguió trabajando en el taxi?
—Así es, hasta que me jubilé. Al principio apenas había vida nocturna en Ibiza. Cuando cerraban el Mar Blau o el Bingo, a las dos de la mañana, ya no había más trabajo. Yo hacía el turno de noche, así que durante un año, a esa hora, me iba a trabajar con Mariano, de Can Noguera, repartiendo pan hasta el mediodía. En el 73 el dueño del taxi me lo traspasó. A partir de entonces, empezaron a abrir discotecas como Pachá, Ku o Amnesia. La vida nocturna cambió y, en tan solo un año, llegaba a hacer unos 100.000 kilómetros. En cuanto al dinero, eso fue muy bien. En cuanto a la vida: fatal. La gente salía de las discotecas totalmente borracha o drogada. Lo peor era cuando hacían la fiesta de la espuma. Para entrar al taxi, tenía que tocarles el culo para comprobar que no iban mojados. Una vez, se me subieron unos que me dejaron el sillón del taxi empapado. No me di cuenta hasta que se subieron los siguientes clientes, que salían del hotel para ir al aeropuerto.
—¿Hasta cuándo estuvo trabajando?
—Hasta que me jubilé en 2013. Empecé a tener unos mareos que me hacían perder el equilibrio hasta caerme al suelo. Al principio creyeron que era Párkinson, pero después de un tiempo descubrieron que era Apraxia. Así que, en mi jubilación, me estoy dedicando a eso: a intentar mantener la salud. Sobre todo desde que el año pasado tuve un ictus.
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