—¿Dónde nació usted?
—En nuestra casa familiar: Can Casetes, que está en Sant Carles. Solo tenía una hermana, Marilina (†), que era siete años mayor que yo. Mis padres eran Josep de Can Casetes y Catalina de Cas Pla Roig, de Sant Joan.
—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi padre era maestro, el ‘mestre Casetes’. Se sacó la carrera con solo 20 años. Empezó a dar clases particulares por la zona de Sant Carles y, después, en Vara de Rey, donde está la farmacia, al lado de Ebusus, antes de que se construyera Sa Graduada. Entre sus alumnos tuvo algunos personajes tan célebres como ‘es Loco des Terrat’ o un tal Eugenio, que después se hizo cura y era famoso por sus borracheras. Mi madre trabajó el campo hasta que nos mudamos a Vila, donde montaron el bar Español y ella era quien se ocupaba de la cocina.
—Que su padre fuera maestro significa que tuvo la oportunidad de estudiar, algo que no debía ser muy habitual en el Sant Carles de principios del siglo XX, ¿no es así?
—Él siempre fue muy inteligente y tuvo la suerte de tener un profesor que estuvo en Sant Carles cuando él era pequeño: don Joaquín Gadea Fernández, que además fue alcalde de Santa Eulària y director de Sa Graduada, con quien mantuvo amistad durante toda su vida. Incluso cuando tuvo que marcharse exiliado a Francia tras la Guerra, se las apañaban para verse en Barcelona, siempre en el Hotel San Agustín. Muchas veces yo le acompañaba con mi madre. La cuestión es que mi padre era bueno en los estudios y siguió estudiando en el Seminario. Duró dos semanas hasta que se escapó por la ventana y se plantó en Sant Carles. Su padre solo le dijo que se preparara para trabajar al día siguiente en el campo. Con un par de jornadas en el campo bastó para que se convenciera de volver al Seminario, y acabó estudiando en Valencia para ser maestro.
—Su padre fue un personaje en Ibiza, ¿cómo era?
—Mi padre era muy buen hombre, pero tenía un carácter difícil. Mientras en la calle se permitía hasta bromear, en casa era muy serio y estricto. Hasta que tuvimos un enfrentamiento serio –yo ya tenía 40 años– no logramos ser buenos amigos. Tenía unas ideas políticas muy claras y en la mesa siempre comíamos con Franco: Franco por aquí, Franco por allá… Nunca olvidó que Franco le quitó su carrera, como a tantos otros maestros de la República. Al volver del frente –en la Guerra estuvo destinado en Mallorca, Teruel, Castellón y el Ebro, donde contaba que vio el río teñido de sangre– tuvo que dejar su oficio y dedicarse a trabajar en el campo. Años más tarde, en 1962, le dieron la oportunidad de examinarse para recuperarlo y le mandaron a dar clases a Teruel durante cuatro años. Allí lo pasó muy mal: el frío casi lo mata y ganaba tan poco que venía siempre que podía a buscar dinero. Durante ese tiempo nosotras ayudábamos a mi madre con el bar, mientras cuidábamos de mi abuelo Toni. También era muy sensible y, tras superar un infarto y retirarse, se apuntó a clases de pintura. Lo primero que hizo fue una iglesia de Sant Carles que no le gustó. A partir de ahí se puso a hacer ‘cosas raras’ que despertaban la admiración de personajes como Calbet, Toni Cardona o ‘Gabrielet’, que le animaban a seguir con su arte abstracto. Nunca supe si eran sinceros o si eran condescendientes con un hombre mayor y respetado. En aquella época no hacía más que llevarme a ver exposiciones a Mallorca o a Barcelona. Su favorito era Tàpies. Como yo era su secretaria, siempre me mandaba a buscar arena de tal o cual playa según necesitara una arena más brillante o más oscura. Usaba todo tipo de materiales, ¡hasta papel higiénico!
—¿Qué recuerdos guarda de su infancia?
—De Sant Carles muy pocos. Solo cuando murió mi abuela y mi padre me hizo subir a darle un beso de despedida. Salí huyendo a casa de una amiga y tardé dos semanas en volver. A los cuatro años nos mudamos a Vila. Allí pasé una infancia muy divertida con todo el grupo de amigas que se formaba en la zona: desde las ‘Escandelletes’ a Nieves Puget, que siempre me invitaba a jugar a su casa, que la tenía llena de muñecas. Lo más divertido era cuando llegaba Sant Joan. Íbamos con una caja de zapatos a pedir dinero a los turistas para comprar papel en Can Verdera con el que hacer las banderitas, aunque también nos comprábamos un helado antes en Los Valencianos (ríe). El único disgusto que recuerdo fue en mi comunión. Mi padre le tenía tirria a los curas desde que el de Sant Carles hizo un informe malo sobre él por sus ideas (del que tal vez derivara que le quitaran el título de maestro) y nunca entraba en las iglesias. Ni siquiera el día de mi comunión.
—¿Dónde iba al colegio?
—Iba a Sa Graduada con Doña Margarita o Doña Margarita. También aprendí inglés desde pequeña con doña Elena Bassen, que me daba clases como condición a que mi padre le alquilara un piso. Yo era muy mala con las matemáticas y siempre copiaba los exámenes y los problemas a mi amiga Lourdes. Cuando terminamos y nos propusieron seguir en el instituto, Lourdes no tenía ninguna intención. Así que yo tampoco. La verdad es que nos interesaba más ir de fiesta (ríe). Aunque en casa eran estrictos, yo era un poco rebelde. Para irme de fiesta con las amigas, en casa decía que me iba a misa. Entrábamos todas por una puerta de Santa Cruz para salir inmediatamente por la otra y hacer autostop hasta Sant Antoni a bailar. Después volvíamos haciendo autostop antes de que se levantaran las sospechas. También íbamos a ver a los hippies a Formentera; me encantaba cómo vestían, tocaban canciones de Bob Dylan o Donovan con sus guitarras y, además, eran muy guapos. Allí visitaba a mi hermana y a mi cuñado Pere y, por la tarde, iba a la Fonda Pepe. Allí estaban todos, solo que estaban todos tirados y drogados hasta el punto de que alguna vez llegué a discutir con mi amiga sobre si estaban vivos o no.
—Además de salir de fiesta, ¿qué hizo al dejar el colegio?
—Trabajar, claro. Estuve trabajando en Ibima durante cinco años. Hasta que me casé en 1972 con un ‘mursianu’ de Cuenca que se llama Melquíades, con quien tuve a David, que tiene a mi nieto Toni, a Jordi y a Irena. Mi marido trabajaba en una cristalería de Sant Antoni y nosotros vivíamos en un apartamento de Cas Serres que nos consiguió mi compañero en Ibima, Joan ‘Maiol’. Allí había mucha humedad y mi hijo era asmático, así que nos mudamos a la calle Aragón, donde estuvimos un tiempo hasta que a mi marido se le ocurrió que podríamos mudarnos a nuestra casa familiar de Sant Carles y dedicarnos al campo. Con tal de que a mi hijo le fuera bien para el asma ya me valía, pero es que a mí siempre me había gustado el mundo del campo. Buscamos ovejas, cabras, sembramos y conseguimos una vida tan bonita como dura. Estuvimos tres años dedicados al campo hasta que me quedé embarazada de mis otros dos hijos. Entonces, Melquíades volvió a su oficio de electricista y yo me dediqué a mis hijos.
—¿A qué se dedica a día de hoy?
—A tratar de estar lo más tranquila que puedo. Me encantan las plantas, aunque ahora, por mis problemas de salud, solo puedo ver cómo crecen. Otra cosa que me encanta es ir al mar, por eso tengo la cara tan arrugada (ríe). Mi playa favorita es Pou des Lleó. También escucho mucha música, me he unido al coro de la parroquia y me implico todo lo que puedo a la hora de defender la isla con organizaciones como Amics de la Terra o el GEN.
4 comentarios
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Siri24Pues como pasa ahora con este gobierno social comunista. La diferencia es que ahora son más sutiles.
Mestres repressaliats pel dictador
Em ve a la memòria la terrassa del bar Espanyol, a la plaça de Sa Font, i el cambrer, impecablement vestit amb un corbatí negre, oferint un sortit de tapes on podies triar la que et feia més gola, acompanyat d'un palo Marí Mayans amb sifó.
Eres maravillosa Irene.