—¿Dónde nació usted?
—Nací en la calle Pou, delante de Vitorino y justo encima de Ca Sa Gallinera. Yo era la única hija de Toni ‘March’ y de Catalina ‘Galamones’ . A mi madre la llamaban así porque nació cuando mi abuelo Toni trabajaba como mayorales en Can Galamones, cerca de Can Misses, no porque la finca fuera suya.
—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi padre, por aquel entonces, era mecánico y herrero, pero más tarde abrió una ferretería, la Ferretería Guillem. Mi madre, como la mayoría de mujeres de entonces, se dedicaba a ‘sus labores’. Sin embargo, cuando mi padre abrió la ferretería también estuvo trabajando en la tienda.
—¿Cómo era la vida de una niña en La Marina de los años 50?
—Una vida muy feliz. Yo iba al colegio de las monjas de Sant Vicent antes de hacer la comunión e ir a Sa Graduada. Estábamos todo el día jugando en la calle. Mi madre me tenía el terreno delimitado: no podía ir más allá de Cas Bagaix por un lado ni de la fuente de La Marina por el otro. Dentro del área donde podía escucharla cuando me llamaba desde el balcón. Podía jugar en la calle tranquilamente y sin peligro, no había ningún coche. El único que había era el de Comestibles Planells, que lo tenía tapado toda la semana con un plástico que solo quitaba para sacarlo los domingos para ir a Sant Miquel.
—¿Nos haría una descripción del barrio de La Marina tal como lo recuerda en su infancia?
—Visto desde la perspectiva de ahora, mi calle es muy pequeña, pero cuando era una niña me parecía que era toda una gran avenida. En la esquina estaba Ca Na Guasca, donde vendía todo tipo de comestibles. También estaba el colmado La Payesa, que llevaba un hombre muy mayor que vivía con su tía. También estaba cerca la carnicería de Ca Na Clara, donde hacían la matanza allí mismo. Recuerdo que el ‘matançer’, cuando me veía, me tiraba la cola del cerdo, que llamábamos ‘sa pentina’, y yo salía corriendo. También recuerdo los primeros años de Los Valencianos, antes de que se hicieran con el local, cuando iban con su carrito de helados paseando por la ciudad. Mi padre siempre nos traía un corte de helado para mi madre y un polo para mí todos los medio días. Además, la calle tenía una banda sonora: la de Don Vitorino, que daba clases de solfeo con su piano mientras los niños nos cachondeábamos desde fuera y desde nuestra ignorancia. La calle estaba llena de vida y había toda una serie de personajes más que peculiares.
—¿A qué se refiere con ‘personajes peculiares’?
—A algunos vecinos que de alguna manera llamaban la atención. Como un señor que, los días que hacía viento se arrimaba de espaldas a la pared de enfrente y marchaba diciendo «en Joanet va a la vela! Remonta, remonta!» (ríe). Había otra señora muy mayor que vivía con su sobrino. Al parecer, cuando el sobrino se marchaba, cerraba la puerta y la señora salía al balcón, con un camisón blanco y un gorro gritando «¡que me tiro, que me tiro!». Nunca se tiró (ríe).
—¿Vivió siempre en La Marina?
—No, solo hasta que cumplí 10 años, cuando nos mudamos a la plaza Enrique Fajarnés cuando toda esa zona no era más que campo y barro. Desde allí podía ver a mi padre saliendo del taller, que estaba delante de la Banca March, para avisar a mi madre de que ya podía echar el arroz. Cuando terminé en Sa Graduada hice la preparatoria con Doña Emilia y fui al instituto. Allí conocí a Ildefons, que era el director de la revista del instituto. Yo era la secretaria. Un día que fuimos a bailar al Club 69 se me declaró, nos casamos en 1975 y tuvimos a nuestros hijos, Anna y Jordi, que tiene a Laia, mi nieta.
—Tras el instituto, ¿siguió estudiando?
—No. A mí me hubiera gustado estudiar Bellas Artes. Mi padre me dio permiso para hacer lo que yo quisiera, siempre y cuando no me marchara de Ibiza. Cosas de ser hija única. Él quería que le ayudara en la ferretería y, al final eso es lo que hice. Me hice toda una experta, por mucho que a los hombres les costara entender que una chica como yo supiera trabajar de esa manera en ese oficio.
—¿Trabajó siempre como ferretera?
—No. Solo hasta que mi padre se jubiló. Yo había estudiado Francés en la Escuela Oficial de Idiomas y estuve dando clases en casa y en la Alianza Francesa. También trabajé en el INEM, como secretaria del Gabinete del PSOE en los tiempos de Toni Costa o como representante de Santillana. Mi último trabajo fue como coordinadora en el Consorcio del Patrimonio de la Humanidad. Allí estuve durante seis años, hasta que mi marido enfermó en 2007 y me ‘auto jubilé’.
—¿A qué se ha dedicado en su ‘autojubilación’?
—Sobre todo, a viajar mucho. He visitado países como EE.UU., Tailandia, Camboya, Armenia, Uzbekistán... También pinto, hice algunos cursos y pintar abstracto me sirve para evadirme. Sin darme cuenta me descubro a mí misma cantando ‘un limón y un limonero’ mientras pinto (y os aseguro que detesto esa canción). También hice teatro durante más de 10 años con el GAT de Merche Chapí.
—Testigo de la evolución de Ibiza en el último medio siglo, ¿Cómo valora los cambios que ha sufrido la ciudad?
—Yo no soy una persona nostálgica, prefiero vivir el presente. Sin embargo, hay que reconocer que no podemos seguir con esta invasión. Habría que poner coto a esta invasión. Estamos perdiendo la identidad y es muy doloroso darse cuenta de que no podemos hacer nada por evitarlo. Los únicos que pueden hacer algo no hacen nada y, por mucho que se diga, moriremos de éxito. Reconozco que alguna vez lo he deseado. Que nos venga una buena bofetada que nos haga reflexionar y valorar lo que tenemos. Yo creía que con la bofetada de la pandemia reaccionaríamos, pero ahora es peor que nunca. No me extraña que la gente se marche de Ibiza, si no fuera porque aquí tengo todas mis amistades y todo mi mundo, yo también me marcharía.
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