Paco Ortiz, tras su charla con ‘Periódico de Ibiza y Formentera’. | Toni Planells

Paco Ortiz (Puebla de Cazalla, Sevilla,1938) llegó a Ibiza hace 58 años de manera imprevista tras un repentino cambio de opinión mientras estaba de camino a Alemania. Desde entonces, tal como él mismo asegura con agradecimiento, «Ibiza se ha convertido en mi verdadero pueblo», ya que «el pueblo de uno es donde uno vive y donde uno come».

—¿Dónde nació usted?

—En la Puebla de Cazalla, Sevilla. Yo fui el quinto de los ocho hijos que tuvieron mis padres, Curro y Rosario. A mi madre la conocían como Rosario ‘de la Cañá’, por lo que, en el pueblo, yo siempre fui Francisco ‘de la Rosario de la Cañá’.

—¿A qué se dedicaban sus padres?

—Mi madre bastante tenía con cuidar de nosotros. Mi padre trabajaba como hortelano en una casa. Él se encargaba del huerto y el dueño de la casa se encargaba de vender el material en el mercado. Yo también trabajé en esa casa. Con solo ocho años y medio ya empecé a cuidar de los cerdos. Por las mañanas iba con mi padre sentado en su bicicleta y estaba allí hasta media tarde. Entonces mi padre se solía quedar hasta más tarde y yo volvía a casa, que estaba a unos cuatro kilómetros, por el ‘camino de San Fernando’: un ratito a pie y otro caminando [ríe]. En casa trabajábamos todos para salir adelante. Mis hermanas limpiando en casa de los ‘señoritos’ y mis hermanos y yo en otros lugares. Pero ninguno durmió nunca fuera de casa: a la hora de la cena estábamos siempre toda la familia sentada a la mesa.

—¿Fue al colegio?

—No he ido al colegio en mi vida. Ni yo ni la mayoría de mis hermanos; los únicos que pudieron ir fueron los dos pequeños. Lo más que aprendí fue el ‘a, e, i, o, u’ sentado en una piedra con la piara de cerdos, con un libro y un papel para escribir. El señor Guerrero, el dueño de la casa donde trabajábamos mi padre y yo, me preparaba unas tareas en un papelito y me las corregía al día siguiente. A los 16 años, cuando decidí dejar el huerto, hablé con el maestro rural del pueblo para que me diera clases por las noches. Gracias a eso no soy analfabeto.

—¿Siguió trabajando al dejar el huerto?

—Sí, claro. Estuve en distintos lugares, por ejemplo, en una cantera de piedras antes de aprender a llevar tractores y estar una buena temporada como tractorista en las fincas. Después de terminar la mili, en el 60, me puse a trabajar como ayudante con camiones y empecé a ir de ruta por toda España. Al sacarme el carné de conducir empecé a trabajar como camionero. Trabajaba noche y día en la carretera. Me tenía que lavar las camisas en los baños de los restaurantes de carretera. Las secaba colgándolas del retrovisor mientras seguía la ruta. Me explotaban tanto que me harté pronto y lo dejé.

—¿Qué hizo entonces?

—Apuntarme para ir a trabajar a Alemania. Entonces tenías que apuntarte en una lista e ir a Sevilla para que te hicieran una revisión médica de arriba a abajo. Primero te la hacían los médicos españoles y, a la semana siguiente, venían unos médicos alemanes para hacerte una más. Total, que me aceptaron para ir y tenía todos los papeles listos para marcharme cuando el que sería mi suegro, Antonio, me habló de ir a Ibiza donde él estaba trabajando. Trató de convencerme de que fuera con él, que Alemania estaba demasiado lejos. Llegó el día 6 de enero del 66 y me fui a Sevilla para montarme en el tren para ir a Alemania. Sin embargo, cuando llegó a Valencia me bajé del tren, me vine a Ibiza ¡y aquí estoy! (se emociona).

—Nos ha hablado de su suegro, pero no la hija de este.

—[Ríe] Es mi mujer: Isabel. La conocí cuando estuve trabajando en la cantera. Mientras yo bajaba las piedras la veía bajar con su caballo a por agua y me gustó enseguida. Me faltaba tiempo para soltar las piedras para ir corriendo a verla. Como yo no sabía escribir, mis compañeros mayores me ayudaron a escribirle una carta. ¡Lo asustado que estaba cuando se la di! Estaba más fuerte que yo y me temía que me llevara un buen tortazo [ríe]. Ahí la tengo todavía, ¡y que no me falte nunca!

—¿Se refiere a la carta o a Isabel?

—Me refiero a Isabel [ríe], pero la carta todavía la tiene guardada. Nos casamos al año siguiente de que yo llegara a Ibiza y, a los nueve meses, tuvimos a Francisco, cinco años después a Ana María y a Antonio Javier tres años más tarde. Ahora tenemos cuatro nietos.

—¿Cómo fue su llegada a Ibiza?

—Llegué en el Ciudad de Mahón, que no veas cómo se movía. Nada más llegar me puse a buscar a mi suegro, que alguien me dijo que estaba en una casa de Figueretes, en Can Brea, donde había muchos trabajadores andaluces. Allí me dijeron que estaba en Sant Antoni, en el bar Escandell, así que me fui para allá a buscarle. Cuando llegué me dijeron que se había marchado hacía unos minutos y, arrastrando mi maleta atada con cuerdas, volví a Figueretes, donde me estaba esperando.

—¿A qué se dedicó en Ibiza?

—Al día siguiente de encontrarnos mi suegro me llevó al aeropuerto, que lo estaban ampliando y, como sabía llevar máquinas, me puse a trabajar con el bulldozer. Cuando llegaban los aviones, sonaba una sirena y teníamos que retirarnos 50 metros para que no nos salpicaran las piedras de la pista de aterrizaje. Al terminar las obras, la empresa me mandó a Mallorca, a Sa Pobla, pero a mí me gustaba Ibiza, no aquello. Como tenía todos los carnés de conducir, fui a pedir trabajo a una empresa de autobuses, Autocares San José, al día siguiente empecé a trabajar hasta el día que me jubilé. Dos años de temporada y 35 fijo. Aquí tengo el reloj que me regalaron a los 25 años.

—Tantos años como conductor de autobuses tendrá mil anécdotas.

—Sin duda. Las de los extranjeros son las peores. Se subían borrachos como una cuba y te vomitaban por todos lados. Una vez había una chica que estaba totalmente inconsciente de la borrachera que llevaba. La subimos como pudimos, pero lo dejó todo perdido: vomitado, meado y lo otro. ¡Menos mal que los sillones eran de sky!

—Nos ha dicho que las peores anécdotas son las de los turistas borrachos. ¿Cuáles son las mejores?

—Las de los niños cuando los llevaba al colegio de es Cubells. Me tenían mucho respeto y cariño. Cuando llegaba el tiempo de matanzas no me faltaban sobrasadas [ríe]. Los pequeñitos no podían ir en el autobús y, cuando llovía, me encargaba de que las niñas mayores les cuidaran por el camino y yo mismo los acompañaba hasta el aula para que las madres no se empaparan por el camino. También me tocaba gestionar la cinta que íbamos a poner en el radiocasete, que se portaran bien y, cuando la liaban, los ‘arrestaba’. Había uno, muy revoltoso y muy aficionado a tocarle las tetas a las demás niñas. Lo tuve sentado delante, conmigo, durante mucho tiempo, hablé con los profesores, hablé con su padre y acabó más manso que ninguno. No tocó más a ninguna niña.