Joan Juan, frente a la estatua dedicada a Vara de Rey. | Toni Planells

Joan Juan (Vila, 1933) lleva años reivindicando la protección del patrimonio ibicenco, sobre todo de Dalt Vila. Tras haber aprendido el oficio de carpintero, pasó la mayor parte de su vida laboral trabajando como ordenanza en La Caixa, siendo testigo de la evolución de la entidad en Ibiza a lo largo de los años.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en plena calle de ‘la mare de Deu’, como mi hermano Toni. Mis padres eran Pepe ‘Ventureta’ y Catalina. Mi padre era marinero y siempre iba embarcado. Al final iba en barcos más pequeños, pero antes había estado navegando por toda América durante mucho tiempo. Apenas llegué a conocerle, siempre iba embarcado y murió cuando yo apenas tenía 11 años.

—¿Tuvo algo que ver La Guerra con la muerte de su padre?
—No. Cuando estalló La Guerra, nos mudamos a Cala Llonga con un hermano de mi madre, Toni de Can Marca. Allí fue donde murió por una enfermedad. Cuando venía a Ibiza en el barco, mi madre siempre iba a Vila para verle y limpiarle la ropa. Alguna vez, muy pocas, me dejaba acompañarla. Tras la muerte de mi padre, como en esos tiempos no existía lo de la pensión por viudedad, mi madre decidió volver a Vila para ganarse la vida.

—¿Fue al colegio cuando vivía en Cala Llonga?
—Casi nada. Vivíamos a unos kilómetros del colegio en Santa Eulària y, durante el invierno, cuando hacía mal tiempo, lo de ir al colegio era un verdadero problema. Además, había otro problema, y es que a los maestros de después de La Guerra les hicieron alférez porque había mucha tropa y pocos mandos. Eso significa que primero eran los soldados y, después, los alumnos. Que la mitad de los días no había clase, vamos. Venía una tía del maestro, Pepito Serra, y nos decía que ese día no había colegio. Es decir, que entre los días que no íbamos nosotros y los que no venía el profesor, ya os podéis imaginar. Al mudarnos de nuevo a Vila, fui a Sa Graduada a medio curso tres o cuatro meses. Así que podría decir que apenas fui al colegio.

—Me está hablando de los primeros años 40, conocidos como ‘los años del hambre’.
—Así es, aunque puedo decir que no pasé hambre. Eso sí, comí muchas ‘figues seques’, boniatos cocinados de mil maneras y ‘pa amb oli’. Cuando volvimos a Vila no teníamos ni un duro y vivíamos en casa de una hermana de mi padre, Rita, que, aunque no era maestra, había estado dando clases a los niños hasta que estalló La Guerra. En casa éramos cuatro y había que buscarse un poco la vida. Así que mi madre, que antes de casarse había estado trabajando en casa del ‘metge Pujolet’, volvió a trabajar con él cuando volvimos a Vila. Una vez alguien me dijo que no usara la palabra ‘criada’ para referirme al trabajo que hacía mi madre, así que yo lo defino como ‘esclava’. Y es que salía de casa a las ocho de la mañana y volvía a las 11 de la noche siete días a la semana, sin días libres, ni fiestas ni ninguna paga extraordinaria. Mientras tanto, mi tía cuidaba de mi hermano y de mí. Estuvo así hasta que mi hermano y yo pudimos empezar a trabajar.

—¿Dónde trabajó?
—Mi primer trabajo fue cuando tenía 12 o 13 años, por una peseta al día, en el despacho del dentista Piset. Como no ganaba más de 20 pesetas al mes, cuando me ofrecieron 30 pesetas a la semana como carpintero en Can Toni, delante de Can Abel. Al poco tiempo cambié de carpintería, ganando un poco más hasta que me tocó ir al servicio militar. Al terminar volví al oficio de carpintero con Planells, allí me hice todos los muebles de la casa antes de casarme.

—¿Con quién se casó?
—Con Maria ‘Pareta’, que era de Sant Mateo, pero se mudaron justo delante de mi casa. Ella hacía repulgo y cosía por comisión y, cuando se quedaba sola en casa porque sus padres estaban trabajando, venía a coser a mi casa con mi madre cuando, por fin, la sacamos de Can Pujolet. Cuando nos casamos, decidimos que se quedara a vivir con nosotros por la confianza y amistad que tenía con mi mujer. Estuvo viviendo con nosotros durante 25 años. Primero en la casa que nos compramos en Sa Penya hasta que el barrio se llenó de gente ‘rara’. Después fuimos a vivir detrás de Santa Cruz, pero era un quinto piso sin ascensor, así que acabamos comprando un primer piso con ascensor en la calle Aragón. Maria y yo tuvimos tres hijas, Lina, Nieves (que tiene a mis nietas Laura y Nieves) y Lourdes (que tiene a mi nieta Pinqui). En casa llegué a vivir con cinco mujeres, entre María, mi madre y mis hijas.

—¿Continuó con su oficio de carpintero?
—No. Un buen día un delegado de La Caixa que me conocía bastante me ofreció ir a trabajar al banco como ordenanza. Se jubilaba el ordenanza que tenían y no quería que metieran a ningún enchufado de los consejeros del banco. Era 1963, todavía no me había casado, así que me di toda la prisa que pude para acabar los muebles y empezar a trabajar en La Caixa lo antes posible. ¡Ganaba en un mes cuatro o cinco veces más como ordenanza que como carpintero!

—¿Trabajó mucho tiempo en La Caixa?
—Hasta que me jubilé. Vi evolucionar La Caixa desde que estaba en Vara de Rey, cuando aparte de la oficina tenía un pequeño museo, una sala de exposiciones y una biblioteca. Más adelante vi cómo se pusieron a comprar los terrenos que había al lado de Vara de Rey para construir la nueva sede. Todo eran corralitos, talleres, la imprenta de Manonelles, etc. Todo era de distintos propietarios y la mayoría accedieron a vender. Todos menos uno que tenía una pequeña tienda de comestibles donde luego hicieron el Credit Balear. Pepet d’es Sereno’, que era un técnico del Ayuntamiento

—Nos ha contado que La Caixa tenía un museo, ¿qué fue de él tras el traslado?
—Desapareció. Muchas cosas acabaron estropeándose, guardadas en cajas de cartón en un sótano durante años, hasta que se donó lo que quedaba al Museo de Santa Eulària por mediación de ‘Botja’. La biblioteca y la sala de exposiciones sí que las mantuvieron durante unos años más, pero acabaron desapareciendo. Recuerdo que, por el 50 aniversario de La Caixa, quisieron regalar a una ciudad una fuente artística que el Ayuntamiento rechazó. Con el presupuesto para la fuente, editaron las obras de Isidor Macabich y un libro de Don Joan Marí: ‘Las Calles de Ibiza’.

—¿A qué se ha dedicado desde su jubilación?
—A ser aprendiz de todo y maestro de nada. He pintado desde paredes de casas a cuadros. También he hecho cientos de escritos a los medios de comunicación, y es que siempre he sido muy ‘emprenyo’. Siempre he estado muy preocupado por el estado de Dalt Vila y del patrimonio. Dalt Vila es una mierda, no está nada cuidado. Llevo 25 años luchando porque arreglen la calle Santa María, la única peatonal que sube hasta la Catedral. En el Ayuntamiento siempre me ponían como excusa que no había piedras para arreglarlo. Cuando tiraron el edificio de la Delegación del Gobierno, propuse que aprovecharan sus escalones para esa calle. La calle todavía sigue sin arreglarse. La reforma que hicieron en la muralla también fue una auténtica chapuza o, como dijo Posadas, «una verdadera mentecatez de algún ignorante en arquitectura militar defensiva».

—¿Sigue con su lucha por el Patrimonio de la ciudad?
—Ahora ya no tanto. La última ‘batalla’ que he librado al respecto ha sido por el paseo y la estatua de Vara de Rey, que es una vergüenza. No se entiende que no pongan un seto alrededor para que no se convierta en un juguete para los niños. Además, falta la corona de laurel, la espada de la reina y parte de la trompeta del ángel. Ahora parece que el ángel lleva un garrote para pegarle al general. No se entiende que no se arregle. Está totalmente abandonada.