‘Félix’ en su pueblo, Sant Jordi. | Toni Planells

A Joan Costa (Sant Jordi, 1943) apenas nadie se le dirige por su nombre de pila. Félix es el nombre de su casa y con el que su gente se dirige a él. A sus 80 años, Félix alberga en su biografía laboral tres de los oficios más comunes en la Ibiza, tanto de su generación como en las que le sucedieron: agricultor, hostelero y albañil, aparte de alguna otra actividad menos confesable. En su memoria, Félix también conserva episodios característicos de la Ibiza que salía como podía de la pobreza durante la segunda mitad del siglo XX.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací en casa, en Can Félix, que está en Sant Jordi. Mis padres eran Catalina de s’Empenyo y Vicent Félix que, como entonces no tenían televisión, tuvieron siete hijos [ríe]. Yo era el sexto.

— ¿A qué se dedicaban sus padres?
— A cuidar de la finca que teníamos. Mis tres hermanas se ocupaban de las tareas de la casa mientras los demás nos ocupábamos de los trabajos en el campo. Mi madre también trabajaba muchísimo en el campo, a decir verdad, más que mi padre. Si tengo que ser sincero, aunque era el dueño mi padre no tenía mucha idea del campo. Él trabajaba durante el verano en las Salinas; eso de trabajar el campo no acababa de ser lo suyo; el que más sabía era mi hermano Vicent.

— ¿Vivían de lo que vendían en la finca?
— No. ¡Si la finca apenas nos daba para poder comer nosotros! Hambre no llegué a pasar, pero sí que había días que hubiera comido algo más de lo que podía comer. Menos mal que cada año hacíamos una buena matanza y, matando dos cerdos, nos las apañábamos para tener para todo el año. El único dinero que entraba a casa era el que traía mi padre trabajando en las Salinas.

— ¿Tenía alguna afición?
— Mi afición siempre fue la pesca submarina, hasta que tuve unos 30 años y, como fumaba demasiado, me di cuenta de que los pulmones no me respondían como debían. Solo tuve un susto, pero fue suficiente. Fue en el Puig d’es Jondal. Me metí muy al fondo y a la hora de salir noté cómo iba perdiendo el norte, iba solo y creí que me ahogaba. El día que iba a pescar, cogía la bicicleta y me iba hasta es Freus (cuando se podía pescar allí, ahora no se podría) y volvía cargado de pescado, cangrejos, cornets y pegellides. En casa era una fiesta poder comer pescado durante unos días.

— ¿Iba al colegio?
— No mucho, la verdad. El colegio era algo secundario; había que trabajar para poder comer. Lo poco que sé lo aprendí yendo a clases las noches de invierno (cuando oscurecía pronto) con un maestro, Joan Nadal. Pero eso fue cuando ya era bastante mayor, antes, cuando era pequeño, había ido con el maestro Fernando de s’Anisseta, cuyo hermano daba clases en Sant Francisco. Pero apenas podía ir a sus clases.

— ¿Trabajó siempre en la finca familiar?
— No. Cuando tendría unos 20 años comencé a trabajar como albañil, que es el oficio con el que más me identifico. Comencé con mi cuñado Arnau, el marido de mi hermana mayor, María, que es quien me enseñó el oficio. Estuve con él unos años antes de ponerme a trabajar con Vicent Frígoles, con quien estuve durante unos 20 años antes de ponerme por mi cuenta hasta que me jubilé. Lo que me parece una vergüenza es la pensión que te queda cuando eres autónomo después de haber estado trabajando tantos años, apenas puedes llegar a fin de mes.

— ¿Salía a bailar y a conocer a chicas?
— Nunca me gustó bailar. Sin embargo, no me faltaron las chicas [ríe]. Y es que estuve durante siete u ocho temporadas trabajando como camarero en el hotel San Remo y en el Ebeso antes de darme cuenta de que me cansaba más ser camarero que ser albañil. La cuestión es que iba mucho de palanca. Al terminar la jornada siempre me las apañaba para quedar con alguna turista y acabar con ella por detrás de una sabina, ya sabes [ríe]. Si es que ellas mismas te decían que venían a ‘eso’, que los hombres de sus países eran ‘muy flojitos’ [ríe]. No me extrañaría que tuviera algún hijo por Alemania. Fue una buena época, también en lo económico.

— ¿Se refiere a lo que ganaba como camarero?
— Bueno, eso también. Pero es que iba bastante a menudo a pescar con un pequeño botecito de 15 palmos [ríe con cierto misteri]). Me acercaba a un islote de Platges de Comte y allí, en una cuevecita, recogía dos o tres cajas de tabaco de contrabando que me dejaban allí tres días a la semana. Por las noches lo repartía por el hotel y, creedme, no daba abasto. Había que buscarse la vida como fuera. A la gente de mi generación, la vida nos hizo espabilar. Además, no era como ahora, que se trafica con drogas malas y vienen mafias peligrosas. Entonces se hacía contrabando de tabaco, de café, de whisky o de azúcar. Pero vamos, lo que dejaba dinero de verdad era el tabaco.

— ¿Tuvo alguna relación seria tras su época de ‘palanquero’?
— Sí. En esa misma época conocí a una trabajadora del hotel, Asunción, de Campo de Criptana, de la que me enamoré y con la que me acabé casando. Estuvimos casados durante ocho años en los que tuvimos a mi hija María y a mi hijo Juan Vicente, que tiene a mis nietas Lucía e Ivana. Años después de separarme, cuando yo tenía 41, me volví a casar, esta vez con Cati con quien estuve otros 23 años antes de volver a divorciarme. ¡Ahora es cuando tengo una buena vida! [ríe].