Salvador Boronat tras la entrevista concedida a este periódico. | Toni Planells


Salvador Boronat (Valencia, 1935) dedicó 30 años de su vida a Correos. Buena parte de ellos en las calles de La Marina y Sa Penya. Sin embargo, de manera paralela y siempre acompañado por Ángeles, su esposa, ha cultivado durante toda su vida su pasión por el baile de salón. Afición que mantiene a sus 88 años y con serias limitaciones visuales.

—¿Dónde nació usted?
—En Valencia, en plena ciudad. Yo era el mayor, Maruja y Pepe son mis hermanos pequeños. Mis padres eran Salvador y María, que trabajaban en una fábrica de chapas y tableros. Bueno, mi madre dejó de trabajar allí cuando se casó. Cuando era niño me llamaban Borín.

—Usted tenía muy pocos años cuando estalló La Guerra, ¿guarda algún recuerdo de aquellos tiempos?
—Muy poca cosa. Al parecer, cuando no tenía más que dos o tres añitos cada vez que sonaban las sirenas yo me iba corriendo al refugio que había al lado de casa. Sin pedir permiso ni esperar a mis padres. Cuando preguntaban: «¿Dónde está Borín?». Y alguien contestaba: «Estará en el refugio» (ríe). Ese es mi único recuerdo. Aparte de los billetes de Negrín (de la República) que tenía mi padre y que acabaron desapareciendo. Lo único que conservo de él son unos anteojos que deben tener más de cien años.

—¿Iba al colegio?
—Sí, claro. A uno que había en la calle Alboraya, al lado de mi casa, que estaba al lado de la ‘estacioneta’, en la calle Santa Amalia, la misma donde estaba el refugio. Fui al colegio hasta los 12 años, antes de empezar a trabajar. Primero en una tienda de ropa y, después, en un bar como camarero hasta que entré a trabajar en Correos, en 1962. Un primo de la que después sería mi mujer, que tenía amistad con un jefe, me lo propuso. Me examiné y acabé trabajando en Correos hasta que me jubilé con 57 años.

—¿Con quién se casó?
—Con Ángeles. Cuando tenía 25 años, justo un año antes de entrar en Correos. Nos casamos en su pueblo, Recuéjar, que está en Albacete, aunque vivimos en Valencia hasta 1976, que nos vinimos a Ibiza. Allí, en Valencia, nacieron mis hijos, Salvador, Toni y Francisco. Ahora ya tenemos cinco nietos: Alejandro, Sandra, Toni, Salvador y Yurena.

—¿Qué les trajo a Ibiza?
—Mi cuñada, Josefa, que nos ofreció llevar con ella su tienda de ropa, ‘Es Quinqués’, en plena calle Major. Alí estuvo trabajando Ángeles mientras yo seguí trabajando en Correos. Cuando pedí el traslado en Valencia, los de allí me dijeron que Ibiza era una tierra de salvajes (ríe). Nada más llegar me di cuenta de lo equivocados que estaban.

—¿Qué sensación tuvo al desembarcar en Ibiza?
—Imagínate. Yo me esperaba que Ibiza fuera una isla de salvajes y me encontré con casas bonitas y buena gente. Nos gustó tanto que vendimos nuestro piso en Valencia y nos establecimos aquí para siempre. Al principio vivimos de alquiler en la misma calle Mayor, delante del bar Mariano. Como yo era el cartero de la zona de Sa Penya y de La Marina, me enteré de que el relojero que había delante de Sant Elm vendía un piso en Felipe II y le pregunté por él. Me dejó las llaves para que lo viera y Ángeles se enamoró del piso nada más entrar. Todavía vivimos en él.

—¿Cómo recuerda la zona de La Marina en los años que estuvo por allí como cartero?
—En mi última etapa en Correos, cuando estuve en la oficina, me conocía a todos los hippies que venían a por sus cartas y paquetes. Nada más entrar ya les decía si tenían algo en su buzón o no. Había muchos y nos conocíamos todos en la calle Mayor. La relación era, en general, buena. Una vez, pescando en el muro con mi hijo Salvador, el niño se encontró un paquetito con una especie de pastilla de Avecrém. No sabíamos qué era eso, pero mi hijo pensó que era un caramelo. Cuando se lo enseñó a su madre, se dio cuenta de que olía a cáñamo y mi cuñada, que ya tenía experiencia, lo cogió y lo tiró al water. No pararon de venir hippies del bar de al lado, ‘La oreja perdida’, preguntando por esa ‘pastilla de Avecrém’. Te aseguro que había cola (ríe).

—¿Ha cultivado alguna afición?
—Sí: el baile de salón. Ángeles y yo hemos bailado toda la vida, desde que éramos solteros en Valencia. Nada de cha-cha-cha y esas cosas, lo nuestro siempre ha sido el bolero, el tango, el rock o el swing, que ahora está muy de moda. Al llegar a Ibiza, íbamos a bailar a lugares como Can Manyà o Cova Santa. Menos los lunes, que cerraban todos los locales, cada día de la semana bailábamos en un lugar distinto. Íbamos cuando cerrábamos la tienda, a las dos o las tres de la madrugada. Tendremos 15 o 16 trofeos en casa. El último premio que nos dieron fue hace un año, en el club de mayores de Can Ventosa. Ganamos el primer premio que consistía en dos ensaimadas así de grandes.

—¿A qué se dedica en la actualidad?
—A disfrutar y a vivir la vida, paseando con Ángeles. Hace unos meses nos ayuda y cuida Patricia en casa. Qué pena que no la pueda ver, porque parece que es muy guapa (ríe). Tengo retinosis pigmentaría, que me provoca perder la vista poco a poco hasta quedarme ciego. Menos mal que la gente ya me conoce y, cuando bailamos, me disculpan si doy un pisotón a alguien (ríe).