— ¿Dónde nació usted?
— Nací en el barrio de Sa Capelleta, el más bonito de Ibiza. Mi padre era Juanito Marianet, que era herrero delante del Pereira y herraba los caballos en Can Paco d'es Cabater. Mi madre, María, bastante tenía con trabajar en casa con los ocho hijos que tuvo. Bueno, siete hijas y un hijo, el mayor de todos. Yo soy la cuarta. El padre de mi madre, mi abuelo Bartomeu, había sido maestro de obras e hizo, entre otras cosas, el puente de Santa Eulària y muchas de las casas de Sa Capelleta. Era un hombre ‘molt pudent' y muy serio, bastaba que le dieras los buenos días para que te contestara, «¡caray! Cuanta xarrera tienes» (ríe).
— ¿Cómo era Sa Capelleta de cuando usted era niña?
— Un barrio muy bonito. Apenas había algunas casas y La Consolación. Cada tarde íbamos bajo una higuera para hacer nuestras labores, una hacían punto, otras bordaban… Cuando dejé el barrio, lo eché siempre muchísimo de menos.
— ¿Tiene algún recuerdo de la Guerra Civil?
— Era muy pequeña, pero recuerdo que había un refugio en La Consolación, que es donde iba al colegio, y dos más en s'Alamera que parecían una pirámide. Cada vez que pasaban los aviones, sonaba la alarma y todo el mundo corría a refugiarse allí. Recuerdo que, desde el refugio, escuchábamos cómo sonaban los truenos. Entonces nos fuimos de Vila para pasar esa temporada en Es Viver, en la casa de unos amigos de mi abuelo. Mucha gente se fue de Vila.
— Tras la Guerra Civil, llegaron los que se llamaron «los años del hambre», ¿los recuerda?
— ¡Ya lo creo!. Había que ir a buscarlo todo con una cartilla de racionamiento. Teníamos que hacer cola para cualquier cosa: para el pan, para el azúcar, para el carbón para hacer fuego o para planchar. Nos daban un pan amarillo que hacían con maíz que estaba tan crudo que mi abuela lo chafaba para hacernos unas galletitas que horneaba en casa. Sin embargo, y aun siendo muchos hermanos, nunca llegamos a pasar hambre. Mi padre criaba cerdos en Sa Capalleta y siempre había carne de la matanza. Eso sí, gola de comernos un trocito de chocolate, sí que tuvimos (ríe).
— ¿Tuvo que trabajar?
— Sí. Aprendí a a bordar con Maria Chorat, que era una gran bordadora, cuando era niña. Lo hacía muy bien y, con once años, ya dejé el colegio para ponerme a bordar por comisión. Era algo que entonces se hacía mucho, coser para una gente de Barcelona. Hacíamos de todo: bordados, repulgo, fastó, vainica… También estuve trabajando como taquillera del cine Central durante muchos años.
— ¿Hasta cuándo estuvo bordando y cosiendo?
— Hasta que me casé con Joan de Can Sala (de Santa Eulària). Estuvimos ‘festejant' desde los 18 años, pero entre que nos enfadamos, nos reconciliamos y él se fue a Guinea, no nos casamos hasta que tuve 25 y por poderes. Esto significa que él no estuvo en la boda. Mandó unos papeles desde Guinea dándole poderes a su hermano, José, para que se casara conmigo en su nombre. Cuando terminamos de darnos el ‘sí quiero', él se fue por su lado y yo me fui a nadar a la playa con mis amigas y mis hermanas. Después tuvo que reclamarme formalmente para que yo pudiera ir a Guinea con él. Los papeles tardaron tres meses. Así que estuve tres meses de luna de miel yo sola (ríe).
— ¿Fue a Guinea con su marido?
— Sí. Allí había emigrado mucha gente de España, sobre todo había mucho catalán y gallego. No solo a Guinea, en esa época muchísima gente se fue a buscar la vida a Argentina, a Cuba, Argel… Por eso se hacían muchas bodas por poderes como la mía.
— ¿Qué hacían en Guinea?
— Joan trabajaba en una empresa de exportación de café y yuca. El pobre atravesó unos cuantos casos de paludismo que lo pasó fatal, yo no lo llegué a pasar nunca. Yo trabajaba en lo que allí se llamaba ‘factoría', que era una tienda en la que había de todo, desde arroz a ollas, desde telas a lámparas. Yo estaba allí vendiendo de cara al público. Las ‘factorías' estaban al lado de las casas que eran bajas y humildes. No había ni pisos ni cristales y, cada vez que venía un tornado se lo llevaba todo por delante. Guardo muy buen recuerdo de Guinea. Éramos como una familia. Estuve allí unos ocho años. Volvimos cuando lograron la indepencia, antes de que empezara a haber problemas.
— Tras ocho años en Guinea, ¿cómo se encontró Ibiza?
— ¡Buf!. Muy cambiado. Gracias a Dios, sí que me encontré con toda mi familia. No había muerto nadie de los míos mientras tanto. Pero, cuando llegamos, ya había llegado el turismo y estaba todo lleno de hoteles y de esas cosas. Sin embargo, Eivissa es Eivissa y me gustó igual que siempre. No como ahora, que está todo cambiado y es un asco ver cómo va.
— ¿Qué hicieron al llegar de Guinea?
— Joan empezó a trabajar como repartidor de Pepsicola y tuvo su propio camión antes de tener que retirarse. Yo volví a trabajar bordando hasta que tuve a mis hijos, Vicente y Maria José, que tiene a mi nieto Aarón. Al principio vivimos con mi suegra, que estuvo con nosotros en Guinea, en la calle Castelar y, más adelante, nos fuimos a la avenida España, que es donde sigo viviendo ahora. Cuando los niños ya eran más grandes, me compré una máquina de coser y volví a coser para hacer ropa para los hippies. Mi amiga Pepita cortaba la tela y repartía las prendas que yo cosía. Trabajamos muchísimo y se ganaba más que bordando. Además, bordando por las noches como hacía, cuando llegaba la calma, se me acabó yendo la vista.
— Habiendo cosido toda la vida para terceros, ¿le ha supuesto algún tipo de pensión para su jubilación?
— ¡Entonces no existían estas cosas del seguro!. Nunca estuve asegurada y no cobro ninguna pensión más allá de la de viudedad que, como trabajó siempre para si mismo, no te creas que es gran cosa. Eso sí, suficiente para ir tirando. No me falta de nada.
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