Esperança Escandell posa para la entrevista. | Toni Planells

Esperança Escandell (Sant Jordi, 1952) ha dedicado prácticamente toda su vida profesional tras el mostrador de la pastelería Valencia, En Sant Jordi. Sant Jordi, a su vez, ha sido siempre el escenario en el que se ha desenvuelto durante toda su vida.

— ¿De dónde es usted?
— De Sant Jordi, de toda la vida. Nací allí, en una casa que se llamaba Can Pujol. Esa es la casa a la que se fueron a vivir de alquiler mis padres, Miquel Carabassó y Maria de Ses Rotes, cuando se casaron. Cuando tenía tres años, nos fuimos a vivir a la casa que se hizo mi padre en el terreno que heredó de mi abuela, también en Sant Jordi. Allí vivimos con mis hermanos, María y Miguel.

— ¿Dónde iba al colegio?
— A las monjas de Sant Jordi. Cada día íbamos caminando desde casa hasta el colegio, que no está donde está ahora, sino que estaba cerca de la carretera, al lado del hipódromo. Lo cambiaron cuando yo terminé y es donde fueron mis hijos, Sandra y Carlos, y donde ahora van mis nietos. Cuando iba yo, solo había monjas, pero mis ha habido profesores que les han dado clases a mis hijos y a mis nietos. Al volver del colegio, cuando era pequeña, nos comíamos un bocadillo y nos íbamos al bosque a buscar espárragos o a jugar a cualquier cosa: a la cuerda, a la chinga o al fútbol los fines de semana. Cuando ya era más mayorcita, algunos domingos íbamos en bicicleta hasta el cine Católico, nos comprábamos las ‘catufas’ en el portal de delante, veíamos la película y volvíamos a Sant Jordi. Con 14 años, ya iba con mi novio y, para ir con él, siempre nos acompañaba alguna hermana (ríe). Entonces salíamos con amigos por el Mar Blau, Sa Gavi, el Boucala, el Portal Nou…

— ¿A qué se dedicaban sus padres?
— Mi padre había trabajado en las Salinas, como mi abuelo, pero estuvo poco tiempo. Se pasó prácticamente toda la vida trabajando en el vivero de Can Llembies, donde ahora está el colegio francés, al lado de casa. Esa finca, la compró un catalán que hizo un vivero de naranjos que servía naranjas a toda Ibiza. Cuando era pequeña, al salir del colegio iba a ayudarle, limpiando una a una las naranjas con un trapo hasta darles brillo y estampándoles un cuño con el nombre de la marca, ‘Taronjes Sant Jordi’, a cada una de ellas. Las pequeñas y feas, las venían a buscar, mucho más baratas, desde todos los lados de la isla. Mi padre era el único empleado en el vivero. Él labraba, sulfuraba, regaba… pero siempre tuvo la ayuda de mi madre, que trabajaba tanto o más que él, pero nunca llegó a estar contratada ni asegurada.

— ¿Trabajó usted también en el vivero?
— Siempre ayudé claro. Pero, a los 13 años, empecé a trabajar en la tienda de Can Manyà. Empecé antes de graduarme y estuve trabajando allí durante nueve años, hasta que me casé con Pere ‘Gayart’, con 23 años. Los primeros tres años, como había tenido a mi hija Sandra, no trabajé. Cuando Manolo Valencia abrió su pastelería en Sant Jordi me propuso trabajar con él, así que mi cuñada me dejaba a la niña en el colegio y yo empecé a trabajar a la pastelería. En el 2000, Valencia abrió su segunda pastelería y vendió esta a sus pasteleros, conmigo en el lote, y desde entonces se llama Forn d’Es Blat. Sin embargo, como yo siempre estaba allí, la gente siempre se creía que yo era la dueña (ríe). ¡Y es que estuve trabajando allí durante 35 años!, hasta que me retiré. Casi doy a luz a mi hijo Carlos allí mismo (ríe), menos mal que Manolo me hizo dejar de trabajar unos días antes de que naciera.

— ¿Volvió a trabajar enseguida tras el parto?
— No. Estuve un año y medio cuidando de mi hijo antes de volver a trabajar. Como en la pastelería habían contratado a otra chica para que me sustituyera, Catalina, me fui a trabajar a Can Jurat durante un año, antes de que mi sustituta también se quedara embarazada y me volvieran a llamar de la pastelería. Así que empecé a trabajar por las mañanas.

— ¿Trabajó siempre a media jornada?
— No. Trabajé solo por las mañanas hasta que mi marido murió en un accidente de tráfico, con 39 años, mientras trabajaba con un camión de Sogesur. A partir de entonces, tuve que empezar a trabajar a jornada completa y es que, además, estábamos pasando una etapa económica un poco complicada cuando ocurrió el accidente. Mis hijos tenían nueve y 13 años y los subí así como pude. Ellos también me ayudaron y lucharon mucho: Desde bien jovencita, Sandra ya estaba de socorrida en la playa con la Cruz Roja, Carlos también trabajó mucho. Se hizo voluntario para hacer la mili en la Cruz Roja y poder trabajar por las noches en un restaurante. Cada año ahorraba para poder llevarlos a la nieve a esquiar. Íbamos siempre con la familia de mi jefe, Manolo Valencia. Siempre fuimos como familia. Al cabo de ocho años de la muerte de mi marido, conocí a otra persona maravillosa, con quien estuve diez años, pero se lo llevó un infarto fulminante y volví a quedarme sola. Ahora, para encontrar un viejo al que cuidar, prefiero quedarme como estoy (ríe).

— ¿Cuál era su función en la pastelería?
— Atendía tras el mostrador. He hecho bocadillos a muchas generaciones de chicos del colegio (ríe), pero también hacía lo que hiciera falta en el obrador: hacía flaons, empanadas, limpiaba los cacharros… Tanto trabajo y todo el día de pié haciendo los mismos movimientos, he acabado con los tendones de los brazos destrozados, ¡estoy picada!. Me tuve que retirar antes de jubilarme con una incapacidad del 75%.

— ¿A qué se dedica a día de hoy?
— Me dedico a hacer de abuela (ríe). Cuido de mis nietos pequeños, Axel y Gael, que los recojo en el colegio tres días por semana y me los llevo a comer conmigo. Hice lo mismo con los mayores, Yaiza y Álex, que son los de Sandra. También voy mucho al club de mayores de Sant Jordi, allí coincido con Manolo Valencia en la directiva y juego a cartas dos veces a la semana. Como ahora estamos con las fiestas de San Isidro, tenemos varias competiciones de cartas. De momento ya he sido campeona del ‘tuti loco’, del ‘cau’ y hoy me toca jugar a la ‘manilla’. He jugado a las cartas desde pequeña. Ya jugaba con mis abuelos todas las noches. Para mi madre, la mejor manera de disfrutar, era jugar a las cartas en familia. Jugó hasta el último día. Ahora juego con mi nieto, que con cuatro años ya sabía jugar.
Yo siempre he sido una mujer muy positiva, así que, desde hace un año y medio, que empecé un tratamiento de quimioterapia, nunca he dejado de ir al club y de tratar de disfrutar. No hacía ni tres meses que había empezado el tratamiento cuando, en el club, celebramos el carnaval y me hicieron un trono en el que me llevaron disfrazada de Cleopatra, porque somos antiguos, ¡no viejos! (ríe). No hay quien me pare.