— ¿De dónde es usted?
— Yo nací al lado de Sant Elm, justo encima de lo que entonces era la Bodega Grau. Mi padre, Xicu, era de Can Rayus, que había sido camarero, pero después cambió de oficio para hacerse zapatero con Orvay. Mi madre, María, era de Can Caus. Tuvieron cuatro hijas, pero solo le quedamos tres. Yo soy la segunda, Lidia es la pequeña y la mayor, Antonieta, que murió de leucemia muy joven, a los 24 años.
— ¿Creció en La Marina?
— No. Cuando estalló La Guerra, que yo solo tenía tres años,casi todos los vecinos de La Marina nos marchamos de allí. En nuestro caso, nos fuimos a Santa Gertrudis hasta que terminó. Allí estuvimos, primero con la ‘tia y el tío Ribas' que, aunque no eran familiares nuestros, nos acogieron durante los primeros años, y después en ‘Ses canyacà' cuando enfermó mi tío Bartolo, que murió al poco tiempo. Su muerte coincidió con el fin de La Guerra y nos mudamos de nuevo a Vila, a la casa en la que sigo viviendo 80 años después. Que era de mi abuela Maria, de Can Caus, y donde vivíamos mis hermanas, mi madre, mi abuela y mis tres tías, Catalina, Antonia y Juanita.
— ¿Se crió en una casa repleta de mujeres?
— Así es, una casa de mujeres. Éramos hasta ocho y, a las niñas, nos trataban como a princesas. Recuerdo que Don Vicent, cada Semana Santa que venía a hacer la ‘Salpassa', le sorprendía que no hubiera ningún hombre en la casa. La ‘Salpassa' era una bendición que hacía el cura a la casa, acompañado del monaguillo, también ponía un poco de sal bendecida. He de decir que tuve la suerte enorme de poder haber ido a las monjas de la Consolación. Allí me dieron una educación y unos valores que me han acompañado toda la vida. Ser cristiana apostólica y romana, es un don que siempre me ha ayudado en los momentos difíciles.
— Tras La Guerra, vinieron ‘es anys de sa fam', ¿cómo lo vivieron en su casa?
— En casa no llegamos a pasar hambre. En casa, todas eran modistas y sastresas, trabajaban mucho, primero en el taller de María Hernández, y después en un local de mi abuela en Sa Drassaneta. Lo que hacían es que, a la hora de cobrar un traje, en vez de cobrarles en dinero, les pedían a sus clientes que les pagaran con comida. De esta manera nunca nos faltó de nada. Un hombre, creo que era de Sant Miquel, nos traía pan cada semana y como él, otros nos traían otras cosas. Una vez nos trajeron mucha harina, trajeron tanta que recuerdo que mis tías llegaron a hacer fideos con la máquina de moler carne. Pero pasaba una cosa, y es que a la entrada de Vila había unas casetas en las que había un ‘consumo' (una especie de aduana), donde no te dejaban pasar huevos, sobrassada o lo que fuera sin pagar un tributo. Si no pagabas, te lo quitaban. Lo que hacían las payesas era esconderse lo que llevaran bajo el vestido para poder traérnoslo. Nuestro mercado eran los huertos de alrededor, ‘Es Clot de baix' o ‘Sa Colomina', donde comprábamos lo demás. Al Mercat Vell solo íbamos más para buscar algo carne o pescado muy de vez en cuando. Hacíamos salmorra con los tomates del tiempo, criábamos un cerdo en los corrales que alquilaban aquí al lado para hacer la matanza en el jardín. El matançer que venía siempre a casa era de Can Comisari y siempre le decía a mi abuela que nuestro cerdo era demasiado escuálido para hacer matanza. Eso sí, al terminar, siempre se iba bien orgulloso del partido que le sacábamos a la matanza. Los del ‘consumo' tampoco te creas que fallaban el día de la matanza, había que informarles y pagar el tributo correspondiente por cerdo sacrificado.
— ¿Le tocó trabajar?
— Sí, al principio estuve cosiendo con mi madre, que era sastresa, pero, con el tiempo bajó un poco el trabajo y me busqué otro trabajo. De esta manera empecé a trabajar con Lladó, vendiendo azulejos y demás durante dos años, mientras hicieron su hotel. Más adelante estuve 27 años trabajando en la tiende de Margarita de Can Maymó, Casa Marí, tras la farmacia de Villangómez. Los dos últimos años, que Margarita ya estaba jubilada, estuve yo sola hasta que me jubilé yo. Al final acabé cobrando seis euros más de pensión de lo que cobraba trabajando.
— Me ha dicho que vive en su casa, en pleno centro de Vila, desde hace 80 años, ¿cómo ha cambiado el entorno?
— Muchísimo. La calle Castilla no era más que un camino de carros con dos paredes a los lados que Margalida siempre pintaba de blanco. Por allí bajaba todo el agua de la montaña como si fuera un torrente hasta Can Cabrit, donde recogían el agua. Todo esto eran huertos y casas bajas, cuando llegamos estaba todo todavía por terminar, con unos palos que delimitaban las parcelas. Estaba lleno de niños y niñas, en Can Bassetes había siete, en Can Musson, cuatro, aquí tres, más allá dos más, y jugábamos siempre en los huertos, o colocando piedras para cruzar el torrente. Recuerdo que Balanzat siempre se enfadaba porque le chafábamos la regadora de la alfalfa saltando por ahí. También nos reñía mucho Margalida cuando le robábamos uvas por comérnoslas demasiado verdes, o los de Can Cantó, que tenían muchos almendros y también nos comíamos las almendras verdes. Cuando ya no éramos tan niños, nos pasábamos hasta las tantas de las noches de verano de charla, y, como la gente madrugaba mucho, también nos acababan riñendo.
— ¿Mantiene alguna tradición en su casa a través de los años?
— Sí. Por ejemplo el Belén que hago cada año. Lo he hecho toda la vida, de hecho hay figuritas de cuando yo era niña. Antes lo hacía dentro de la casa, pero ahora lo hago donde antes era la terraza, que ahora está cerrada, y se puede ver desde la calle por la ventana.
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