— ¿De dónde es usted?
— De Vila. Nací en Santa Cruz, que entonces era Sant Cristòfol (al lado de lo que ahora es Juan XXIII). Pero no me bautizaron en la iglesia de santa Cruz, lo hicieron en las monjas de la Consolación porque la iglesia no estaba acabada. Pronto nos fuimos a vivir al edificio de al lado del supermercado Funoy con mis padres, José de Can Basuró (cerca de la fábrica de ladrillos), y Josefa, de Can Turrilles. También con mis dos hermanos, José y Vicente (el pequeño). Mi padre se dedicaba a cuidar de la finca, los dos fueron toda la vida a vender al Mercat Vell. Cada día.
— ¿Qué hacía usted de niña por allí?
— ¡Ya puedes pensar!: jugar. Iba al colegio a Sa Graduada, pero antes mi madre me llevaba a Cas Ferró, que estaba detrás de lo que ahora es Gesa, esas casas que hay antiguas. Como mi madre se iba a vender al Mercat Vell, yo me quedaba con mi abuela, Eulària. A mí no me gustaba nada la leche. Nunca me ha gustado. Como teníamos vacas, aborrecí el olor. Así que siempre le pedía a mi abuela que, en vez de leche para el desayuno, me dejara que coger un par de tomates de su terreno para hacerme una ensaladita. pero que no se lo dijera a mi madre.
— ¿Qué recuerdos tiene de la Vila de esos años?
— No había nada. Cuando llegabas a Vara de Rey, al lado estaba el edificio de La Mutual y, a partir de allí apenas había nada. Donde el edificio de detrás de La Mutual, donde el piso de mi padre, todo eso era humedal lleno de acequias y cañas. Allí nos pusieron unas canastas de baloncesto para que los niños jugáramos. Al otro lado de Valentín, detrás de Vara de Rey, estaba lo que era la fábrica de la luz. Más allá hicieron un campo de fútbol, al lado luego se hizo el Ibossim. También estaba la fábrica de calcetines, Can Ventosa. Desde allí hasta la carretera de Sant Antoni no había nada. Solo alguna casa de campo y el Asilo, Juan XXIII, pero allí solo había soldados.
— Donde ahora es la ciudad, ¿antes había casas de campo?
— Había algunos chalets. Uno de ellos era el de Viñets, que es donde ahora están las galerías. Al lado había otro chaletito de unos catalanes que solo venían en verano. Tenían dos hijos pequeños que jugaban con nosotros. Estos chalets estaban al lado de la clínica de Alcántara. También había otro chalet al lado, este de un juez de paz. En la esquina estaba Juanita, era una mujer que cosía y al lado, donde construyeron después las Protegides, había un callejón en el que siempre había dos mujeres mayores que se sentaban a bordar. Mi madre, que no me quería por la calle, me hacía ir por las mañanas con ellas a bordar y, por las tardes, a coser. También había un chaletito muy bonito de un matrimonio muy mayor y, al lado, la casa de la señora Rosita, que tenía una mercería en Vila. Al lado hicieron unas pistas de tenis al lado de lo que luego fue el instituto de Santa María. Ya te digo que siempre he estado en Vila. Aquí nací, me bautizaron, he trabajado siempre, me he casado...
— ¿Con quién se casó?
— Con Vicente Ferrer, a los 21. Tenían una peluquería que se llamaba Can Banyaric, que era de su madre, Margarita. Su padre, Vicente Ferrer Sorá, era periodista y se fue a Murcia a trabajar. Allí nació Vicent, pero volvieron a Ibiza cuando mi marido tenía solo un año. Mi suegro era republicano, estuvo como periodista al lado de Azaña y todo eso, y por eso tuvo que volver. Como era pariente de Abel, le buscaron un puesto como administrativo en Dalt Vila.
— ¿Tuvo vínculo con Murcia?
— No. De hecho, un año antes de morir, nos dijo a mi hijo, Vicent, y a mí que tenía tres billetes para ir a conocer Murcia. Quería conocer el lugar en el que nació, la calle Platería, aunque fue ibicenco. Por lo menos pudo cumplir con esto antes de morir.
— ¿Cuánto tiempo lleva trabajando en el mercado?
— Desde que abrieron el Mercat Nou, no llevo la cuenta de años. Es verdad que siempre había echado una mano a mis padres en el Mercat Vell, pero no como ahora. Esto es lo que he hecho siempre, menos cuando me casé, que no hacía ‘nada' (ríe). ¡Bueno nada!: cuidaba de mi padrino, ayudaba a mi marido aquí o a mis padres. Todo lo que hiciera falta. Ahora mi hijo es quien me echa una buena mano a mí.
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