— ¿De dónde es usted?
— Yo nací en Sant Josep, en una casa cerca del Km 5. Mi padre era Pep de la Pi, que era un picapedrero que después se hizo maestro de obra. Mi madre era Margarita Ribas Serra, de Can Curt, una finca enorme, cerca del aeropuerto, donde tenían caballos, vacas y de todo.
— ¿Cómo fue su infancia en esa zona?
— Pues la verdad es que curiosa. Porque al lado de casa había un polvorín con soldados. Como iba mucho con ellos desde pequeño fui el primero del barrio que aprendió a hablar castellano.
— ¿A qué pensaba con dedicarse?
— Como mi padre era maestro de obra, se suponía que yo iba a ser arquitecto. De hecho, estuve yendo a Artes y Oficios para aprender a dibujar planos y esas cosas. Se me daba bien, pero cuando tenía 17 años un vecino dejó su trabajo en el ‘Bagatella‘ (un bar musical en el Puerto) y me ofreció cubrir su puesto. Entonces, ocurrió algo que me cambió la vida: me atrapó la música.
— ¿De qué manera se quedó atrapado por la música?
— Se dio la circunstancia de que me encontré una caja llena de discos de jazz, de blues, de música muy distinta a la que conocía hasta entonces. Empezaba a trabajar por las tardes, que había poca gente, y me dedicaba a seleccionar los discos que iba a poner a la gente por la noche. Como por aquel entonces a mí no se me daba bien estar tras la barra me dedicaba a poner la música del bar. Todos estaban más pendientes de mí que de la barra. Teníamos un público interesante
— ¿Un público ‘hippie'?
— No, en aquella época todavía no había. Eran beatnics. Había un grupo de extranjeras, un poco perdidas, que iban acompañadas de uno que las protegía, un tal Bill Caracas (un tío enorme), y de otro que era rico y las debía mantener. Iban y venían, muchas veces, para ir a abortar a su país. Pero había otras que querían marcharse. Me contaban que no había manera de encontrar billetes y que cuando lo conseguían no encontraban taxi y los perdían. Un día vi al rico en Ibiza que estaba hablando con los taxistas, que había pocos, y con quien vendía los billetes avión. No tengo pruebas, pero la idea que deduje es bastante tremenda.
— ¿Qué les parecía a su familia ese trabajo?
— No les gustaba ni un pelo. Al que menos a mi padrino Vicent, que era militar. Ese ambiente tan raro, desde la perspectiva de la gente de aquí, supuso que me presionaran bastante para que lo dejara.
— ¿Lo dejó?
— Más que dejarlo, hice la mili. Como voluntario para que no me mandaran lejos. Me tocó hacerla en el polvorín de al lado de casa. Ya estaba prácticamente abandonado, con un solo soldado cuidándola. Ese fue mi puesto en la mili. Se dio la circunstancia de que un día se acercó en una moto un extranjero que iba al Bagatella, y me dio las llaves del bar Dominó del puerto y me pidió que lo llevara yo. Accedí y al llegar vi que, aunque era un poco cutre, tenía cajas de música con el mismo estilo que en el Bagatella. Enseguida tuve al público del Bagatella, Bill Caracas y compañía incluidos. Quien no apareció nunca fue el dueño. Con los años me enteré de que el dueño era un tal Dieter, un nazi huido, que, curiosamente, estaba enamorado de la música negra. De hecho, montó un estudio de grabación que se quemó. Años más tarde leí un artículo sobre un nazi y era él.
— ¿Estuvo mucho tiempo en el Dominó?
— No. Las advertencias de mi familia cobraron sentido una noche en la que se lio una buena pelea. Unos marineros borrachos empezaron a meter mano a las chicas. Bill Caracas se lio a bofetadas y la cosa fue creciendo. A mí me entró miedo y fui a llamar a la policía a Vara de Rey. Acabaron echando de la isla a todos los que nombré en la denuncia. Entre ellos Bill Caracas, que me supo fatal. Ya no volví a abrir el Dominó.
— ¿Estuvo en otros establecimientos después?
— Sí. En los 70 tuve ‘El barco borracho', en el edificio Milflores. Esta ya sí era la época de los hippies. Era un bar-restaurante; allí también ponía música. Le encantaba a la gente, estaba toda la noche en marcha. Alguna vez llegó el camarero de la mañana y yo todavía no me había ido. Venía gente bastante curiosa.
— ¿Por ejemplo?
— Un americano que venía con una francesa a la que encontraron muerta. Le acusaron de haberla matado, hasta le torturaron para que confesara. Le acabaron absolviendo gracias a sus influencias, no sin cierto escándalo. Con el tiempo se descubrió que el verdadero asesino había sido el Arropiero, un asesino muy famoso en esos años. Otra que venía mucho y que ya me llamaba la atención por lo guapa que era cuando venía por el Bagatella, era Nico, la de la Velvet Underground. Vivía sobre el restaurante y comía allí siempre. Se quedaba horas escuchando música con su hijo. Una vez, se iba de viaje y me extendió un cheque con todo lo que me debía (10.500 pesetas). Solo tenía 10.200 pesetas en el banco y no me lo pudieron dar, así que fui corriendo al aeropuerto y allí mismo, a pie de avión, me lo arregló.
— ¿De allí pasó al Paco's?
— No. Antes había estado en algún hotel, el Marigna (donde conocí a mi mujer), el Goleta o en el Montesol. Allí fui testigo de cómo, por una peseta, se echó al movimiento hippie de Vila. Había un personaje de Madrid, de esos que no pagaba en ningún lugar. Un día se acercó al Montesol a pedir una peseta para llamar por teléfono. Le dijeron que no, que todavía no había devuelto nada de lo que le habían dejado antes. Allí empezó una discusión que acabó en pelea multitudinaria con docenas de hippies dispuestos a cualquier cosa. La policía empezó a llevar furgonetadas de peluts al barco de Barcelona para echarlos y éstos se fueron hacia el norte de la isla. Allí también hubo alguna movida con la gente de Sant Carles y ya se marcharon a la India.
— Estamos terminando y todavía no hemos hablado del Paco's.
— Si es que tengo mucha historia. El Paco's lo tuve 30 años abierto; lo habían abierto unos ingleses y me lo quedé yo después de haber abierto ‘El arca de Noé' con Malacosta. Me cansé de tanto hotel; a mí me gustaba la música y decidí abrir lo que sería la primera coctelería de Ibiza. Mi ilusión era ésa, tener mi propio bar y poner mi música, era como un disc jokey. La CBS me mandaba discos promocionales desde Holanda, tenía rock sinfónico y de todo tipo. Allí le tomé manía a los futboleros, que cuando acababan los partidos venían con sus cánticos y me echaban a los clientes que disfrutaban de la música. Me preocupaba mucho en buscar música distinta y adecuada para cada momento. Cuando venían jóvenes a divertirse les ponía un rock más animado, cuando veía a alguien más cansado o deprimido les ponía algo más relajante. La música tiene tal poder curativo. También tengo anécdotas con gente curiosa allí. Había una señora que venía a menudo, me pidieron que, mientras estuviera ella, no pusiera canciones de los Beatles. Resulta que era la madre de uno de ellos, no recuerdo de cuál. A ella le ponía country, un disco de segunda mano que compré en un puesto cerca de Sant Elm, donde vendían cosas de segunda mano.
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¡Qué genial en Paco! ¡Qué buenos ratos he pasado en el Paco's, y qué ricos sus cocktails! Mi favorito, el beso de mono...