—Es usted de Santa Eulària de toda la vida, ¿verdad?
—Bueno, los de mi casa eran de Vila, yo nací en Santa Eulària por accidente. En plena guerra mis abuelos vinieron a vivir aquí (Santa Eulària). Mi abuelo creo que conducía un autobús de línea, y cuando me tocaba nacer le dijeron a mi madre que viniera a tenerme a Santa Eulària con ellos. Mi madre volvió a Vila y yo me quedé con mis abuelos y con mi tía hasta que me casé. Eran otros tiempos y mi madre tuvo tres hijos más en Dalt Vila antes de venirse a Santa Eulària. Cuando vinieron seguí con mis abuelos pero iba de casa en casa. No teníamos un duro pero éramos felices.
—¿A qué se dedicaba su abuelo?
—Era muy polifacético. Francisco Riera, de Can Marrota (fundaron el horno en la plaça de Vila), era barbero pero había trabajado en Mallorca, tras hacer la mili, como zapatero. Cuando era joven tocaba el acordeón y todo.
—¿Desde cuándo se dedica a este negocio?
—La tienda es de la familia de mi marido. La abrió mi suegro, José Cardona (que se llamaba igual que mi marido), en 1926. Mi marido vivía en Mallorca y cuando me casé vivimos allí durante tres años. Allí nació mi hija Marian. Mi suegra nos insistía mucho para que volviéramos a Ibiza y poder ayudarles. Además, como buena ibicenca, yo tenía ganas de volver. Así que volvimos y desde entonces estamos por aquí.
—Efectivamente, aquí sigue.
—Claro, hasta que el cuerpo aguante. Y aguanta: ayer me pegué una buena langosta, ¡y no me hice nada!. Trabajo cada día, todavía pago mis autónomos. Estoy jubilada de manera activa y pago menos, pero prefiero estar aquí que en casa aburrida.
—¿Se sigue vendiendo tela?
—No mucha, la gente de ahora ya no sabe coser. Tampoco hay la calidad de telas que había antes, algodón y lana de los buenos hay poco. Ahora está todo más mezclado.
—¿Antes de casarse a qué se dedicaba?
—Me casé muy joven, a los 21 años. Antes bordaba. Con 12 años ya hacíamos bolillos para una señora que los vendía. Trabajábamos en casa al salir del colegio. Bordábamos todos: mi madre, mis hermanas... además la mitad de las chicas del pueblo, que querían bordar, iban a casa de mi madre, María Riera. La otra mitad de las chicas del pueblo, que querían coser, iban a casa de mi madrina, Antonia, que era modista. Además mi tío Salvador, también era sastre. Cuando bordaban, las chicas le pedían a mi madre que cantara. Cantaba muy bien: había estado en el orfeón de Vila de esos tiempos.
—¿Una familia de artistas?
—Bueno, mi padre también había cantado en el orfeón. Además, mi tía era la modista de un pintor catalán que vivía aquí, se ve que le gusté y fui modelo para un par de cuadros suyos. Se trataba del señor Barrau. Me hacía vestir de payesa, yo no me vestía así, y con la falda arremangada ya me ves a mi con los brazos estirados durante tres horas en su jardín (ríe). Cada descanso que me daba me acercaba a ver como avanzaba el cuadro. Y Barrau no fue el único, también me pintó Mallol Suazo, incluso estuve en Barcelona unos meses en su casa.
—¿Se trabajaba mucho en casa en esos tiempos?
—Muchas chicas ya trabajaban cuidando niños de turistas, que ya había algunos. Pero a mi abuela, que era ciega, eso no le gustaba. Siempre decía: «No son horas de panderear, ahora toca hacer un rato de bolillos». También tenía un día especial: mi día de ir a Vila.
—¿Qué era ese día de ir a Vila?
—Que iba a Vila a hacer un par de cosas. Por un lado estaba el señor Llambies, un hombre catalán que tenía una fábrica en la avenida España y muchas bordadoras que bordaban para él. Mi madre también era una de ellas y me mandaba a llevarle los trabajos y a cobrar. Por otro lado, como estábamos empadronados en Vila, tenía que ir a buscar el racionamiento allí. Yo era muy pequeña, tendría unos 12 o 13 años, y me metían en el autobús y me pasaba el día en Vila con mi sanalló. Allí en el colmado Planells me daban lo que tenían que darme del racionamiento y después me daba una vuelta. Visitaba a mis parientes en el horno de Can Marrota, me iba a Cas Saboner, a Vara de Rey a ver a la tía Isabel... Eran otros tiempos, no había el peligro que hay ahora.
—Tiene una memoria extraordinaria.
—Gracias a Dios. Lo que más miedo me da es eso: perder la memoria, más que las piernas (que ya me duelen un poco).
—Como testigo de los últimos tiempos ¿qué opinión le despiertan estos tiempos?
—Hay cosas que hemos ido a mejor y otras a peor. El respeto que teníamos a la gente, el interés por ayudar en la casa, no exigir nada... eso se ha perdido. Hemos llegado a un punto que me parece poco humano. Me duele ver a la juventud y a niños pequeños enganchados a los dichosos móviles. Me da pena. Además, ya apenas conozco a nadie del pueblo, de mi generación ya quedamos pocos. A veces me pongo en la puerta, pasan cientos de personas y no conozco a ninguna. Eso sí, ahora hay muchas comodidades y creo que idealizo un poco esa época. Tuve una familia maravillosa en la que nunca vi una discusión y eso seguro que afecta. No me quiero recrear en la nostalgia.
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