El Evangelio de este segundo domingo del tiempo ordinario nos habla de la vocación de los primeros discípulos.

Juan y Andrés eran discípulos del Bautista. El precursor del Señor al ver a Jesús que pasaba, dijo: He aquí el Cordero de Dios. Los dos discípulos de Juan Bautista siguieron a Jesús. Cuando el Señor vio que le seguían, les preguntó: ¿Qué buscáis? Maestro, ¿dónde vives? Venid y veréis. Fueron con el y vieron dónde vivía, eran las cuatro de la tarde. El diálogo con Cristo transformó las vidas de Juan y Andrés. Las horas que pasaron con Jesús, producen frutos de apostolado. Andrés, sin poder ocultar su alegría, comunica a su hermano Simón Pedro la noticia de haber encontrado al Mesías. Como en esta ocasión, también ahora es urgente que los cristianos intentemos, con el máximo interés, que otros conozcan a Cristo. Para ello hemos de tener un conocimiento y un amor profundo a su divina Persona. Con la ayuda de la gracia todo el que se precie de cristiano ha de buscar a Jesucristo. La fe cristiana no se reduce a un conocimiento intelectual de Jesucristo. Se trata de vivir con el Señor. A esa vivencia se llega por las buenas obras, por la contemplación de la vida de Cristo, por el querer gustar la dulzura de Dios, por la asiduidad en la oración. A todos nos gustaría contemplar como era la mirada de Jesús, aparece como imperiosa y entrañable. Con su mirada invitará a dejarlo todo y a seguirle, como el caso de Mateo; o se llenará de amor, como en el encuentro con el joven rico; o de ira y de tristeza, viendo la incredulidad de los fariseos; de compasión, ante el hijo de la viuda de Naín; sabrá remover el corazón de Zaqueo, produciendo su conversión; se enternecerá ante la fe y la grandeza de ánimo de la pobre viuda que dio como limosna todo lo que poseía. Su mirada penetrante ponía al descubierto al alma frente a Dios, y suscitaba al mismo tiempo el examen y la contrición. Así miró Jesús a la mujer adúltera, y así miró a Pedro que, después de su triple negación, lloró amargamente.

Que el Señor nos mire a todos –como al joven del Evangelio– con mucho amor.