Hace unos días padecí el sufrimiento y la pena de la muerte de uno de mis hermanos, después de estar ingresado un mes y diez días en un hospital. Y al lado de ese sufrimiento he tenido la experiencia de, junto al sufrimiento humanamente evidente, la caridad y misericordia de muchas personas, unas desde su profesionalidad, otras desde la familia y la amistad y otras, muchas, espontáneamente por ayudarnos en esas circunstancias a mi madre, a mi otro hermano y a los otros familiares.

Ciertamente la muerte humana no es un castigo ni algo que Dios hace contra nosotros. Cada uno de nosotros hemos sido creados por Dios, con la ayuda y cooperación de nuestros padres y Dios nos tiene un tiempo en la tierra, a cada uno diferente de los demás. Y acabada nuestra vida en la tierra, aunque ello produzca mucha pena y dolor a los cercanos, no es que desaparecemos: simplemente cambiamos de modo de existencia. Unos acaban sus años en la tierra siendo niños, otros siendo jóvenes, otros mayores y otros muy ancianos, pero eso no significa que desaparezcamos sino que se cambia la existencia.

En la enfermedad, en la muerte y en estos días mi madre, mi otro hermano con su familia y yo hemos recibido amor, cuidado, caridad y misericordia de mucha gente. Y quiero destacar esto para junto con manifestar mi gratitud a todos ellos, que eso nos anime a todos a ser así personas que demos amor, cuidado, caridad y misericordia a los demás.

Los profesionales del hospital donde estuvo ingresado no sólo han sido personas cualificadas en su trabajo sino que con nosotros, los familiares en nuestra estancia en el hospital atendiendo a mi hermano, se comportaban con clemencia y simpatía con quienes estábamos preocupados y tristes. Una mención especial quiero hacer de los capellanes católicos del hospital, que en ese caso son religiosos de la Orden San Camilo Ministros de los Enfermos. Con su ayuda mi hermano en la gravedad recibió el Sacramento de la Unción de Enfermos y mientras pudo cada día la Santa Comunión. Su cercanía y atención a todos los enfermos y a sus familiares es una buena y bienhechora ayuda.

Quiero hacer mención también de una mujer que durante cinco años estuvo atendiendo a un sacerdote de Valencia fallecido hace dos meses y enterada de mi preocupación por la situación de mi hermano se ofreció a ayudarnos y generosa y habitualmente ha venido cada día al hospital atendiendo con sus buenas capacidades a mi hermano y a la familia y ello sin pedirnos ningún pago ni entrega de nada.

Mucha gente de nuestra Diócesis, conociendo la situación de mi familia me llamaba por teléfono, se interesaban de su estado y ofrecían sus oraciones.

La noche del 31 de mayo falleció. Un momento de dolor, pero que después fuimos ayudados por la fe y la esperanza, viviendo ese momento con sufrimiento humano pero socorridos por tanta gente. Sea primero en el tanatorio como después en la Misa exequial en la Parroquia de San Pedro Apóstol de mi pueblo natal, Tavernes de la Valldigna, los familiares tuvimos gran ayuda de muchas, muchísimas personas: familiares, amigos, compañeros de trabajo, vecinos, etc. y hasta de nuestra diócesis tres sacerdotes y varios matrimonios pudieron venir a estar con nosotros.

Quiero pues, destacar, la caridad y la misericordia que todas esas personas han tenido con mi hermano y con los familiares. Y el bien que esa caridad y esa misericordia me ha hecho es algo que quiero agradecer vivamente. Eso no sólo ha sido una gran ayuda, sino que sobretodo ha sido una enseñanza para vivir personalmente y transmitir a los demás la grandeza y la importancia que es ser caritativos y misericordiosos con los demás. Que esa esas unas acciones de nuestra vida, ayudando siempre y en todas partes a quien lo necesite y cumpliendo así el encargo que a cada uno de nosotros nos hace Jesús: «Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso» (Lc 6,36).