Opinión

Gozos Danzantes

Bailarina. | PEXELS

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Cuando alguien preguntó al fauno Nijinsky cómo era capaz de volar, respondió: «Es muy fácil, saltas y te paras en el aire un momento». Tal vez todo sea una cuestión de atreverse. El tártaro Nureyev voló a la libertad y pudo exclamar cual mulato Pushkin: «¡Estoy en París! He comenzado a vivir, no solo a respirar». Y si te atreves a navegar al rumbo de tu deseo es porque la sangre baila en tus venas a la Pavlova, descalza a la Isadora Duncan, desnuda a la Josephine Baker, en exorcismo ante la catástrofe, como Zorba. Hic Rhodus, hic salta. Aquí está la vida, aquí hay que danzar.

Y en la exposición Danse, de Eugenia Grandchamp des Raux, en el Far de ses Coves Blanques, en Portmany, cabalgaba en el aire la flecha del éxtasis que anima al maravilloso atrevimiento. Pues, ¿qué es la vida, danza vibrante, sino un continuo atreverse?

Entre las fotografías que mostraban la pasión por el ballet de la vitalista Eugenia, bailaba espléndida Raquel Ortiz, hilo de Ariadna con el cello de Carlos Vesperinas. Parecía un ritual antiguo en el patio del faro abierto a las estrellas, y los peregrinos del arte admirábamos a la danzante en corro y vino en mano, aunque creí ver a Cristina Rubalcava bebiendo un tequilita como los que me esconde en cala Salada.

Y de pronto sonó la voz a cappella de la diva Ainhoa Arteta, bravísima, generosa, llenando todo el espacio con notas doradas. El dios Bes que bautiza Ibiza es danzante y lúdico, sensual y riente, estaba presente y deseaba más, así que salté cual entusiasmado espontáneo al ruedo entonando el Parigi, o cara. Y la diva, divertida ante mi osadía, nos regaló más Verdi, más vida, apoteosis de gozo danzante.