Tal vez porque se habla menos de política, en estas fechas navideñas se bebe más alegremente, cada cual según su hándicap, que es como recomendaban beber tanto Quevedo como Montaigne. Las invitaciones a rondas se disparan con la generosidad de dar de beber al sediento, también de charlar con los hambrientos de compañía, pues hay un pico de energía que cabalga el aire de la taberna como flecha de éxtasis y uno siente que la energía vital es maravillosamente contagiosa.

El alcohol ayuda a burlar al robot contemporáneo, al hombre uniforme que proyectan los siniestros totalitarios mayormente abstemios y enemigos de todo epicureísmo. Por eso recortan placeres, tratándonos como a niños de colegio a los que multan o castigan en casa si fuman un tabaco o beben una copa en la calle. El pasado confinamiento plandémico fue un ensayo perverso de perfecta corrupción para los cabrones que podrían arar con sus cuernos Castilla, esos mismos que desmienten sus declaraciones a cada momento según aparecen wasaps comprometidos. Según un reciente informe del Congreso estadounidense (son capaces de criticarse a sí mismos, lo cual es muestra de democracia) los errores con la gestión del virus, muy probablemente fabricado en un laboratorio, fueron garrafales, sin soporte científico y magnífica excusa para robar a mansalva. Lo que nos decía el sentido común, o sea.

Y ahora el sentido común nos dice Carpe Diem. Hermano bebe que la vida es breve y encima hay mucho cabrón que amenaza joder nuestra gozosa libertad. Ya sabéis, el famoso comité de expertos de Repelús Sánchez, algo inexistente, como tampoco existe en España investigación alguna sobre tanto desmán y tanta gente muriendo sola. Lo que sí sabemos es que robaban con o sin mascarilla, pero no nos dejaban bañarnos en la mar.