Copas de cristal. | Pixabay

Viernes 13 de diciembre. Centro de la ciudad de Ibiza. Es por la noche y he quedado para tomar algo con una amiga a la que no veo desde hace tiempo. Una de esas fantásticas amigas con las que puedes estar hablando horas de todo y de nada y con las que sientes que tienes tantas cosas en común que no pasa el tiempo a su lado. Una amiga de esas que solo con su sonrisa y su buen rollo consiguen alegrarte el alma.

Tomamos unos tercios y unos vermuts por eso de que «la cerveza empapucha demasiado y aún es pronto», cenamos en un mexicano entre risas, tacos a un euro y Margaritas, y hacemos tiempo para nuestro objetivo de llegar en plena forma a una fiesta que se organiza en un hotel junto al Paseo Vara de Rey y que «teóricamente» está pensada para gente de la isla de Ibiza.

Vamos con muchas ganas y aunque encontrar la citada fiesta es todo un acto de fe nada puede con nosotros. Ni siquiera cuando al entrar por la puerta principal del hotel de cinco estrellas los chicos de la recepción se sorprenden al ver nuestras pintas, muy alejadas de los clientes que seguramente están acostumbrados a ver por allí. Ni tampoco cuando nos explican que no tienen ni idea de la fiesta de la que les hablamos ni cuando no entran al trapo de ninguna de las bromas que les lanzamos cual adolescentes para intentar relajar el ambiente y que no somos demasiada mala gente.

Inasequibles al desaliento, decidimos intentarlo por otro lado, por la puerta que da acceso al Paseo Vara de Rey y cuando entramos, de nuevo, de bruces, nos encontramos con esos lugares que no están hechos para nosotros. Casi de frente chocamos contra una barra de un restaurante de lujo que, seguramente y viendo los precios de la carta, está demasiado lejos de las posibilidades de los miles de personas que no llegan a fin de mes en Ibiza y no nos expliquen como, conseguimos hacernos entender y conseguir que nos indiquen que la fiesta que buscábamos está en los bajos del hotel, justo en la misma zona por donde se accede a los baños.

No hay ninguna indicación y ni un mísero cartel y eso nos da aún más fuerzas para colonizar el lugar. Bajamos las escaleras con aire decidido, cogemos aire, y al llegar a una puerta que pesa un quintal, la abrimos para encontrarnos con una pequeña sala que está prácticamente vacía. Hemos llegado demasiado pronto pero eso no va a poder con nosotros porque hemos venido buscand¡o diversión después de tanto tiempo sin vernos y entre risas, confidencias, coñas y una charla con el organizador acabamos tomándonos un mezcal para animar el espíritu, no sin antes de que me hayan explicado detalladamente que no se toma de un tirón como el tradicional chupito de tequila sino que hay que disfrutarlo y saborearlo como corresponde.

Lo intento. Les prometo que lo intento y mientras mi cuerpo se va acostumbrando poco a poco el lugar se va llenando de rostros conocidos. Amigos, compañeros de profesión, gente con la que coincides aquí o allá o con la que has vivido cientos de aventuras en los 15 años que llevas en la isla de Ibiza. Sigue el cachondeo, empiezan los bailes y creo que es el momento de ir a la barra a pedir algo para mojar el gaznate animado por la idea de pensar que estás en una fiesta pensada para ibicencos de toda la vida. Un oasis para los que residimos aquí todo el año. Para los que odiamos todo el postureo que invade la isla cuando llega la temporada… pero sin saber como ni cuando hay algo que se rompe dentro de mí.

Es en el momento en el que consigo llegar a la pequeña barra, donde no cabe un alfiler, y me dicen que no hay cerveza, ni de barril ni en botellines. Que allí no venden esas cosas. Que solo copas u otros combinados. No puedo cerrar los ojos de mi asombro y a pesar de que no entiendo nada, cuando por fin decido recobrar la compostura, pregunto cuando vale una copa y la respuesta casi hace que me caiga de culo. 16 eurazos en una fiesta pensada para los ibicencos. Afortunadamente, mientras niego con la cabeza intentando comprender como hemos podido llegar a esto de repente a lo lejos, se ve un atisbo de esperanza. Una llama de ilusión. Algo que puede devolvernos a la vida. Y es que una amiga lleva en la mano un tercio de algo que parece una cerveza y rápidamente casi desesperado me acerco a ella para saber de donde ha sacado tal tesoro y como lo ha traído hasta aquí, y entre risas casi de confidente que hace estraperlo me confirma que se venden en la planta de arriba, donde el restaurante de lujo.

Se lo comento a mi amiga como quien ha descubierto la ubicación del Santo Grial y rápidamente subimos junto a otros amigos que están en nuestra misma situación, en peregrinación, hacia la zona destinada para los más buenos. Allí, directamente alucinan por ver como tanta gente extraña sale de los bajos del hotel, de la zona de los baños, en busca de cerveza. Hay que esperar, sospecho porque se han dado cuenta de que no somos su público objetivo, y finalmente una joven camarera, muy eficiente, se apiada de nosotros y nos atiende a riesgo de que acabemos con las reservas que tienen almacenadas en las cámaras a pesar de que los precios tampoco son excesivamente asequibles. Lo conseguimos, bajamos cargados de material con una sonrisa parecida a la que tienen los niños que han conseguido su tesoro o han hecho una trastada, entramos, la sala está llena y seguimos bailando y riendo porque la noche es joven, prácticamente acaba de empezar, y hemos colonizado un lugar donde se hacía una fiesta para ibicencos sin pensar en los ibicencos.