La última vez que traté de abordar un acorazado fue en la isla de Lamu, Kenia, en plena alerta pirática. Mis intenciones eran pacíficas, pero fui recibido a tiros de ametralladora y naturalmente cambié el rumbo. Con los buques de guerra rusos que navegan por aguas Pitiusas dudo si me invitarían a caviar y vodka, pero la alternativa de un misil hipersónico no es atractiva.
Como decía el gatopardo mallorquín Lorenzo Villalonga, cuando un bandido os persiga a tiros, lo mejor es huir en zig-zag. Y así deambulé por el puerto de San Antonio –efectos de una luna negra que me ha dejado turulato— hasta encontrar refugio en S´Varadero. Pepe y las encantadoras féminas que le rodean enseguida se hacen cargo de mi turbación y, como por arte de magia, tengo un vino en la mano y una tapa de arroz de matanzas. Veo las fotografías de Josep María Subirá, hermoso testimonio de una Ibiza arcádica, con su matriarcado de payesas llenas de oro y vestidas de negro. ¿Tanto ha cambiado? Sí, pero en la sonata de invierno uno se encuentra la misma energía gozosa y señorial en los bares que quedan abiertos, con sus personajes como salidos de un cuento que te dicen que acaban de ayudar a un cormorán llamado Aranzadi con una placa de Vasconia.
Son buenas alternativas a la intoxicante orgía de corrupción del gobierno más indecente de nuestra historia democrática. A Repelús Sánchez le quedan dos telediarios para ser imputado, pero uno se agota del rodillo fanático y necesita entretenerse con otras cosas, como las que ofrece la Ibiza invernal, cuando se escucha el aullido de los lobos solitarios y uno, como Ulises que retarda la llegada a casa, sueña con una Nausicaa que le encante la mar color de vino.
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