Realmente no hay pueblo en el planeta juerguista que se lance a la calle con más ímpetu fiestero que el portmanyí. La noche pasada la vibración lúdica lo invadía todo. Las casetas estaban de bote en bote y el vino pagano y cristiano corría alegremente para consternación de abstemios y ateos. Ya el amante aventurero, religioso y poeta, Lope de Vega, decía que el vino es la leche de los viejos. Quien lo ha probado lo sabe.
Y otorga juventud a los puros de corazón en medio de las peripecias vitales, a los que naufragan y mantienen la sonrisa amable y los ojos vivos y generosos con la eterna esperanza de encontrar una orilla, tesoro espiritual que los esclavos robóticos son incapaces de entender: Cuando se es verdaderamente joven, se es para toda la vida.
Y jóvenes de todas las edades salieron en tromba a festejar y mezclarse en brindis gozoso. El Passeig de ses Fonts estaba más animado que la madrileña Puerta del Sol, más abigarrado que Times Square, más rítmico que el sambódromo de Río de Janeiro. Fabulosos juerguistas nativos y mucho foraster de cualquier rincón del globo, de credos diferentes pero aclimatados a San Antonio. La fiesta tocaba y las casetas abrían al tiempo que se inauguraba la iluminación navideña, que acierta plenamente escogiendo luces color champagne, de un tono chispeante que convierte a las palmeras en copas doradas.
Afortunadamente unas mamás encantadoras impidieron que saltase por uno de los castillos flotantes, pues podía haber salido volando hasta las aguas del Portus Magnus. Un bondadoso al.lot me ofreció entonces una nube de algodón azucarado y seguí mi ronda por las casetas, bailando cual oso amoroso que todavía no desea invernar.
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