Que el trabajo en una cocina es muy duro, lo sabe todo el mundo. Sorprende que haya tanta gente aficionada a los concursos de gastronomía, donde hay que preparar tropecientos menús para un centenar de invitados hambrientos en 90 minutos. Es fácil imaginar que a poco que se descuiden, vuelan los cuchillos. En un restaurante de Santa Eulària, el cocinero agredió a un cliente alemán de 72 años porque reclamó que el plato que se le había servido, no era el que él había pedido; y, además, dijo que estaba en mal estado. Uno supone que quejas de ese estilo igual no son muy habituales, pero tampoco serán tan excepcionales como para sulfurarse hasta perder el control. El pobre cocinero, después de haber trabajado horas sin parar, no solo tuvo que soportar la tortura de un cliente insatisfecho, sino que, además, este se atrevió a cuestionar su maestría culinaria. ¿Y qué hizo él? Desahogarse a tortazos. No me dirán que no han tenido ganas alguna vez de abofetear a un cliente… pero lo normal es contenerse, porque no es plan. Y, además, hay que aguantar opiniones negativas, aunque uno sea el mismísimo Ferran Adrià. Vivimos en una sociedad donde todo el mundo tiene algo que decir, y a veces olvidamos que los chefs también son humanos. Seguro que ya había tenido varios días escuchando cosas como «mi carne está cruda» o «esto no se parece en nada a lo que vi en Instagram». Hay que entender que la paciencia tiene un límite, y cuando ese límite es sobrepasado, solo hay dos opciones: sonreír y seguir cocinando… o repartir bofetones. No se puede complacer a todos los comensales. Uno dice que está salado, otro que está crudo, y, de vez en cuando, aparece un cliente que ni siquiera sabe lo que quiere. Y luego están los que tienen la osadía de quejarse. ¡Qué atrevimiento! Si te traen un plato que no esperabas, lo mínimo es comerlo en silencio y dar las gracias.
Opinión
Un chef con la piel fina
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