Este país ha sufrido a lo largo de los años varias crisis relacionadas con la corrupción de la clase política. Andratx, los ERE, Marbella, Jaume Matas, Filesa, el 3%… son palabras que a todos, como mínimo, nos resuenan. Parece que los españoles no tenemos suerte en esto de elegir a políticos realmente honestos y que traten lo público como lo que verdaderamente es, lo de todos.
Siempre me ha llamado la atención cómo los políticos de uno y otro color son capaces de hacer todo tipo de malabares a la hora de afrontar este agujero negro. Sobre todo cuando la sospecha judicial se cierne sobre ellos. En un país normal, con una democracia real y unos ciudadanos conscientes de su poder, cualquier político imputado está obligado a dejar todos sus cargos. Porque, si al final es culpable, no duden ustedes de que aprovechará hasta el último momento para seguir metiendo la mano en la caja, siguiendo esa máxima tan española de «para lo que me queda en el convento…».
Pero España, ya lo dijo Fraga en los 60, es diferente. Los grandes partidos se llenan la boca de códigos éticos que contemplan, ríanse, la posibilidad de que sigan chupando de la teta mientras no haya una sentencia condenatoria.
De la Justicia, casi mejor no hablar porque ahí tenemos el caso Eivissa Crea, que lleva años acumulando polvo en algún cajón de los juzgados. O el Eivissa Centre, que sorprendentemente se archivó a pesar de los pesares.
La corrupción es uno de los motivos por los que cada vez más más gente pasa de la política. Y es una pescadilla que se muerde la cola porque, cuanto más pasamos, más oportunidades damos a los sinvergüenzas. Ni el PSOE ni el PP están precisamente para presumir ahora mismo de su ética. Así que no queda otra que buscar otras alternativas para ver si así podemos acabar con el dichoso y pestilente fango que nos rodea.
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