Semeja que hay más gatos madrileños que indígenas de pura cepa de las Pitiusas. Más del sesenta por ciento de los residentes de Ibiza y Formentera no han nacido en las islas. Son datos del último censo de población, pero no sabemos todavía si es por la creciente población venida allende los mares o por gozoso mestizaje entre nativos y forasters, cuyos bebés hayan nacido fora de las islas. Aunque un ibicenco, como un vasco, nace donde le da la gana.

Es una reveladora estadística (las estadísticas son como un bikini: muestran algo interesante pero esconden lo más importante), pero al espectador isleño no le resulta tan sorprendente. Tras siglos de aislamiento arcádico y genética fenicia, el boom turístico de tantas décadas lo ha cambiado casi todo para bien o para mal. Estamos en la era de la fusión y el mestizaje avanza imparablemente, lo cual es estimulante mientras el isleño no pierda su personalidad y mime sus tradiciones.

El pitiuso ha sido tradicionalmente tolerante. Como buen descendiente de corsarios lo veía todo sin asombrarse de nada. Y siempre se ha mezclado con quién le ha dado la gana. Si el flaó tiene reminiscencias semitas de Cartago, el palo con ginebra es cocktail tan bárbaro como civilizado. Y prefiero con mucho los garitos de cocina tradicional que tanta irrupción absurda de fast food internacional. La irrupción de guetto hooligan turista o cordones de very imposible people, son paletas modas de nuevas hornadas que jamás serán plenamente ibicencas.

Mi amigo Andrés Monreal decía «Yo soy del barrio donde vivo». Y hay que reconocer que el sátiro chileno, enorme pintor parisino, amante pitiuso, que cruzo el charco Atlántico en barco-stop, era un gran exponente de San Mateo de Aubarca.