A José González Soriano nadie le regaló nada. Se forjó a sí mismo con humildad, honradez y mucho esfuerzo. Pepe, como todos le conocemos, nació el día de la Asunción de hace ochenta y cuatro años en Minglanilla, una pequeña localidad conquense limítrofe con la provincia de Valencia. Su perpetuo bigote y serio semblante, su humor directo y socarrón, pero, sobre todo, su ternura y gran corazón, fueron sus señas de identidad.

Desde muy joven, allá por los años 60 y tras pasarse el servicio militar proyectando westerns en los cuarteles madrileños, dejó atrás su pueblo natal, a sus padres y hermanos, para instalarse en la vecina Valencia en busca de nuevas oportunidades. Allí aprendió su oficio, emprendió su negocio de reparación de radios y televisores y creó su propia familia junto a Lola, natural de la misma población. El matrimonio, que perduró la friolera de sesenta años repletos de respeto y amor, dio como fruto a tres hijos, ya valencianos, a los que regalaron una vida repleta de felicidad, sustentada en una educación basada en principios básicos, pero esenciales, que se mantienen unidos de forma inquebrantable gracias a ellos.

Sin olvidar nunca su origen manchego, desarrolló rápidamente una especial conexión con su ciudad adoptiva, aquella que le había recibido con los brazos abiertos y que le convertiría en el gran hombre que fue, empapándose de todas sus costumbres y tradiciones. Conoció a buenos amigos y vecinos, como Lucas y Miguela o Amado y Adelín, padrinos estos últimos de su hijo menor. Se impregnó del espíritu fallero de la ciudad en la comisión de su barrio, de la que formó parte desde su llegada, siendo su presidente durante seis años. Fue el fallero más longevo, carismático y querido de la falla. También desde el principio comenzó a asistir a los partidos del Valencia, equipo de fútbol estandarte de la ciudad del Turia, del que fue socio durante cincuenta y dos temporadas consecutivas en las que disfrutó de los éxitos con desmedido orgullo y asumió las derrotas con contenida resignación. Era conquense de nacimiento, pero valenciano de corazón. Ni que decir tiene que inoculó hasta el tuétano estas pasiones a su mujer e hijos, a la postre valencianos, valencianistas y falleros, ¡che!

Pero ésta no es más que una historia, como tantas otras, de quienes dejaron atrás sus hogares y el duro trabajo del campo, al que muy probablemente se encontraban abocados, en busca de mejor fortuna. Como la de Ángeles Benegas, nacida en Córdoba y que se integró en la cultura ibicenca tras el mostrador de su puesto de bocadillos de atún con aceitunas del Mercat Vell. O la de Dori Pérez, nacida en una pequeña población de Salamanca, que llegó a Ibiza con su familia para hacerse cargo de la oficina de teléfonos de San Antonio.    También la de Fernando Gómez, cordobés que se desplazó a Ibiza para recorrer sus calles como Policía Nacional durante más de media vida. Y así, otras muchas historias de compatriotas llegados a la isla como las que se relatan en la apasionante sección Gente de Ibiza y Formentera de este mismo rotativo. Porque, coincidiendo en el tiempo con la aventura de Pepe en Valencia, tuvo lugar en la isla blanca el inicio del boom turístico, que suponía dejar atrás una economía basada exclusivamente en recursos tradicionales como las salinas, la pesca o la agricultura de subsistencia, para abrir sus puertas al mundo y a sus gentes.

Fue durante la década de los sesenta y, especialmente, de los setenta, cuando la hasta entonces incipiente actividad turística comenzó una frenética escalada que llega hasta nuestros días sin vislumbrarse su final. Apellidos como Matutes, Rosselló, Colomar, Fajarnés o Verdera fueron esenciales en el crecimiento económico de la isla, aportando sus conocimientos y recursos para explotar sus múltiples atractivos generando una holgada riqueza. Eran años de hippies y suecas, de artistas, bohemios y filósofos, de amor libre, paz y nudismo, de mercadillos y de flower power, de sustancias psicotrópicas y fiestas sin Instagram. Una simbiosis perfecta entre la tolerancia de los locales y el sacrificio de los foráneos que, lamentablemente, se ha erosionado con el paso del tiempo y la llegada del turismo de masas hasta convertir la isla en un inmoral parque de atracciones donde nadie es ya de fiar.

Pero no debe olvidarse que, en el devenir de este fenómeno, jugó un papel esencial la mano de obra llegada desde todas las regiones peninsulares. Murcianos y andaluces, en origen, pusieron rumbo a la mayor de las pitiusas en busca de trabajo, a los que seguirían posteriormente valencianos, catalanes, aragoneses, extremeños o gallegos, entre otros. Muchos ya no regresaron a sus ciudades convirtiendo la isla en su nuevo hogar. Aquí se casaron y tuvieron descendencia a la que inculcaron la lengua, valores, costumbres y tradiciones ibicencas sin olvidar nunca las propias. Con el paso del tiempo, a estos valientes pioneros les siguieron otros para desempeñar las más diversas tareas, no solo vinculadas a las meramente turísticas, y que, por uno u otro motivo, han permanecido en ella para aportar sus manos o conocimientos contribuyendo a su desarrollo, progreso y mejora. Sin ir más lejos, el Comisario de la Policía Nacional es natural de Ávila y el Comandante de la Guardia Civil de Madrid, como la Fiscal jefe. Los jueces de Ibiza son naturales de lugares tan diversos como Madrid, Palencia, Valladolid, Huesca, Valencia, Navarra, Salamanca, Albacete, Gerona, Orense o Mallorca, mientras que el personal al servicio de mi propio juzgado, el número 3 de primera instancia, salvo una honrosa y local excepción, son originarios de Córdoba, Granada, Jaén, Castellón, Madrid, Salamanca y Cantabria.

Pepe falleció el pasado mes de agosto rodeado de la unida familia que formó y cuidó, la que tantas alegrías le dio y de la que tan orgulloso se sentía. Les ofreció una vida completa, sin carencia alguna, y transmitió a sus hijos los valores, costumbres y cultura de su nuevo hogar, igual que nosotros los transmitiremos a los nuestros. Mauro, mi hijo mayor, nacido en Ibiza hace ya casi cuatro años, es fallero y del Valencia, como su padre y su abuelo, faltaría más. Pero estudia y habla ibicenco en el colegio, le apasiona el ball pagès y le pirran les orelletes. Nadie duda del amor incondicional por Ibiza del barcelonés Ricardo Urgell, del zamorano Ángel Nieto o del madrileño Antonio Escohotado, por poner algunos ejemplos de notorios embajadores de la isla. Porque esto no va de payeses o murcianos, de isleños o peninsulares, de locales o foráneos, de nativos o migrantes. Va de sentimiento, de pasión y de amor, de aportar, sumar y contribuir sin reserva alguna al que es ya nuestro hogar. Por si aún no lo habían intuido, Pepe era mi padre, al que quiero con locura y al que voy a echar mucho de menos. Gracias por tanto papá, descansa en paz y ¡Amunt Valencia!