La torre Eiffel de París con el logo de los Juegos Olímpicos. | Mickael Chavet/ZUMA Press Wire/d / DPA

Los Juegos Olímpicos se quitaron hace tiempo la careta, si no las bragas, como en la antigua Grecia, donde los atletas corrían desnudos para regocijo socrático y era premiados con una corona de laurel, versos de Píndaro y bendiciones de Apolo.

Actualmente los juegos son mayormente un negocio (la negación del ocio) que repelería al barón de Coubertin, donde unas mafias se forran a base de publicidad a una pandilla vigoréxica que corre arañando décimas de segundos vestidita con espeluznantes monos de colores.

Aunque también ocurren cosas interesantes. Basta recordar los juegos de Berlín, cuando el snob plebeyo Adolf Hitler tuvo que comerse el mostacho al ver como un negro espléndido, Jesse Owens, le mandaba olímpicamente a la mierda y derrotaba sus teorías de supremacía aria. (Luego a Owens, con cuatro medallas de oro en el pecho, le negaban la entrada por la puerta principal de los hoteles de Nueva York, pero eso es otra historia anglocabrona que nosotros, mestizos, cachondos y marianos hispanos, ni podemos ni queremos comprender).

O los juegos de Barcelona, cuando Terenci Moix dio estupenda lección a los del comité organizador. Le llamaron a una hora intempestiva para solicitar su colaboración solidaria. «¿Digui?», preguntó soñoliento. «Claro, señorita, cuenten con mi apoyo». Tiempo después volvieron a llamar exigiendo quinientas mil pesetas para ayudar al alojamiento de los atletas. Terenci se despejó del todo y respondió: «Mire señorita, mándeme al atleta a casa, que ya lo cuidaré yo».

Decía Josep Pla que los catalanes son un pueblo de eróticos corregidos por la avaricia. Es posible, pero comprendo que Terenci tan solo quisiera acostarse con el atleta. Por cierto que Pla, al conocerle, preguntó malicioso: Terenci ¿usted es maricón? A lo cual Terenci respondió: «Sí, señor Pla. Para servirlo».