A la mar pitiusa acuden en masa marineros de agua dulce que creen seguir en su pantano. Obviando su peligrosa inexperiencia (a navegar se aprende navegando, a bailar, bailando) lo realmente grosero es la falta de respeto, peor aún cuando van en plan chárter con un patrón al que se presupone cierta cortesía náutica. Quizás Joseph Conrad, que navegó a gusto por el Mare Nostrum en su etapa contrabandista, los mandaría al coronel Kurtz mientras suena la cabalgata de la valquiria por encima del horrendo bakalao jeta.

Tengo grabada en la memoria de chaval cómo en Cala Carbó, hace cuarenta años, un pescador apedreó con puntería de hondero una lancha que maniobraba peligrosamente; y, algo más reciente, a un yate cargado de cabrones electrónicos que atronaba diariamente la costa con sus abominables decibelios y acabó ardiendo (¿tal vez un frasco de fuego certeramente arrojado?) en la orilla de Caló des Moro. Personalmente estoy a favor de tirar huevos a las motos cojoneras acuáticas que te afeitan a cuarenta nudos, insultar a los patrones de discotecas flotantes que alteran la siesta, abordar al macarra que se cree con patente de corso para joder a los demás, etcétera.     

Lo que se ha denunciado estos días de unos chárter en Xarraca pasa a menudo por toda la costa impunemente. El hartazgo general ante tanta grosería despierta la reacción popular. Las autoridades persiguen el fondeo sobre posidonia, que nadie moleste a las gaviotas o ratas de según que islote, pero se olvidan de los humanos más allá de cierto balizamiento o la abominable contaminación acústica que enerva belicosamente. Los chacales consideran la tolerancia como cobardía y siguen abusando. Si queremos respeto, hay que defenderse.