Hernán Cortés se rompió una pierna al hacer el amor entre balcones en Santiago de Cuba. Lord Byron saltaba directamente a los canales de Venecia cuando debía escapar rápido de la furia de la fornarina. Del conde de Villamediana –¡Don Juan!—, joven, glorioso y asesinado, se cuenta que hasta saltaba hasta por los balcones del palacio real.
Con tan bravos ejemplos quiero decir que esto del romance en los balcones es tradición amatoria, de cortejo, serenata, realismo mágico de las criaturas que desean vivir poéticamente. Nada que ver con la moda baleárica del balconing de unos suicidas empastillados que saltan a la piscina hotelera llena de orina y cloro. El laúd, la guitarra o la mandolina inspiran mejor que cualquier bakalao electrónico.
¿Ha sido por tan peligrosa adicción que el parador de Ibiza no tiene balcones? Afortunadamente ya han quitado la espantosa grúa, pero su fachada recuerda en cierto modo a una caja de cerillas. Nos cuentan que es para recobrar la arquitectura de fortaleza cartaginesa, pero también la arquitectura avanza y se embellece (o todo lo contrario con las paletadas de cómic-manga a lo Calatrava, Nouvel o Foster), especialmente durante el Renacimiento, cuando tantos castillos lúgubres se abrieron a la luz.
Dicen que el parador abrirá sus puertas el próximo año. Es una satisfacción, pues había apuestas por si la obra iba a durar más que la pirámide de Keops. Ibiza es la ciudad más antigua de Baleares y todavía quedan posos de su esplendor púnico, también en la genética nativa comerciante y marinera y la seducción de las al·lotas, que escogían libremente al objeto de su deseo o se fugaban por la ventana.
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