'Técnicamente se denominan polímatas, pero comúnmente los conocemos como sabelotodo, sabiondos, cuñados o todólogos'. | Arek Socha en Pixabay

Piénsenlo por un momento. Seguro que conocen alguno. Viven entre nosotros y son fáciles de identificar. Técnicamente se denominan polímatas, pero comúnmente los conocemos como sabelotodo, sabiondos, cuñados o todólogos. Efectivamente, se trata de esas personas que tocan todos los palos. Igual te dan consejos sobre cómo afrontar la maternidad sin ser madres, que te dan una charla sobre la fluctuación del bitcoin sin tener un duro. Tienen conocimientos de todo tipo. En un periquete, son capaces de elaborarte un plan de negocio para tu empresa, mientras te recetan las medicinas homeopáticas que debes tomar para tus dolencias. Porque todo lo que te ocurra ya les habrá pasado antes multiplicado por mil, bien en primera persona o a través de un conocido suyo al que jamás llegarán a identificar. Tienen la solución para todos tus males y, lo que no conocen, se lo inventan con una naturalidad pasmosa. Su currículum es algo así como una mezcla entre Da Vinci, Jordan Belfort y Mcgyver. Pululan a nuestro alrededor. Están ahí, aunque a veces no puedas verlos, al acecho, agazapados a la caza del cervatillo cojo. A la mínima que te descuides te están dando un máster sobre cualquier tema, como si de un experto conocedor de la materia se tratara cuando no saben ni papa.
Por supuesto, tienen amplios conocimientos jurídicos. Faltaría más. ¿Y quién no? Eso, como el valor en la mili, se les supone. Su especialidad es la ley de la calle y la jurisprudencia del bar, donde sientan catedra. De hecho, algunos de éstos lumbreras deberían tener la consideración de fuente del derecho y recibir el más alto reconocimiento por la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. La condecoración de la Orden de la Cruz de San Raimundo de Peñafort pido desde ya para estas mentes preclaras. Crean nuevas figuras, hasta ahora inexistentes, e incluso cobran por ello ingentes cantidades a sus ingenuos clientes. Como en L’Oreal, porque yo lo valgo. Eso sí, allá se las apañen después cuando aparezcan los enredos, que lo harán, se lo aseguro. Cualquiera es concierge y jurisconsulto, como si de una titulación de doble grado se tratara, cuando en mi pueblo a esto se le ha llamado, toda la vida de Dios, un intrusismo profesional como un piano. Las islas están llenas de estos personajes y, como no, dirigen especialmente toda su sapiencia hacia el goloso mercado inmobiliario, tan rentable, pero tan delicado en los tiempos que corren.

Sin ir más lejos, es bastante habitual encontrar procedimientos judiciales relativos a contratos de compraventa de inmuebles, por un nada desdeñable precio, que podría haber sido redactado perfectamente por un niño en clase de pretecnología. Detrás de ellos suele encontrarse un todólogo de manual. Se trata de auténticos corta y pega que mezclan todo tipo de conceptos que nada tienen que ver entre sí, pero de consecuencias jurídicas transcendentales que ni tan siquiera se conocen por el artista del bricolaje en cuestión. No se llega a saber si se trata de un contrato de arras confirmatorias o penitenciales. No queda claro si se prevé una condición suspensiva o no. Su objeto, en ocasiones, resulta indeterminado y, por descontado, en multitud de ocasiones, con una impunidad que asusta, se habla de parte del precio en a y en b, camuflado con los más ocurrentes calificativos, como si fuera a pasar desapercibida la jugada. Y allá te las apañes para interpretar qué pretendían las partes al redactarlo, teniendo que resolver el tremendo lío que se ha montado cuando, tras celebrar el contrato, se ha caído en la cuenta de que, por no comprobar el estado urbanístico de la finca o las características de la vivienda construida en la misma, resulta que es más ilegal que un billete de trescientos. Ay Manolete, si no sabes torear, ¿para qué te metes?

Es posible ver contratos de arrendamiento que poco más y obligan al arrendatario a hacerle la declaración de la renta al arrendador cada año, claro, si es que éste es realmente el propietario del inmueble que alquila, que ese es otro cantar. Se incluye la posibilidad del arrendador de poder entrar en la vivienda arrendada cuando le venga en gana con total impunidad, ejerciendo una labor de inspección que ya la quisieran otros. Es más, se llega a aceptar que la vivienda arrendada, aun siendo vivienda habitual, deba ser desalojada en mayo para ser recuperada en octubre, lo que encima es cumplido por el siempre sumiso arrendatario. Casi nada. O que, tratándose de un arrendamiento con aquella finalidad, se simule como de temporada, con un régimen infinitamente distinto y más beneficioso para el arrendador. Hasta podemos encontrar como a un contrato de arrendamiento se le denomina, de forma irónica, contrato de cesión temporal del uso, lo que viene a ser como cuando se llamaba cese temporal de la convivencia al cantado divorcio de la Infanta y Marichalar o se calificaba de desaceleración económica a lo que realmente era una crisis de tres pares de narices. Total, el pobre inquilino va a firmar lo que se le ofrezca con tal de encontrar una vivienda donde cobijarse. Parece una película de ficción, pero no, simplemente welcome to Ibiza.

Cuantas veces hemos acudido a una consulta médica, de esas de pago, y casi sin tiempo de habernos sentado y acomodado ya teníamos el diagnóstico, la receta y el bolsillo vacío. No solemos rechistar, sobre todo si dan con la tecla. Total, ya asumes antes de entrar que vas a salir de allí un poco más tieso de lo que llegaste. Pero, como se trata de un profesional al que nos encomendamos en cuerpo y alma, el sablazo duele menos. Por el contrario, se suele mostrar mucha más reticencia a visitar a un abogado ante un problema legal, cuando muchas de estas situaciones podrían atajarse con un buen asesoramiento. Ya saben, como aquel programa de Ramón Sánchez-Ocaña, más vale prevenir. Lejos de la consideración que puedan tener de ellos como pica pleitos o saca cuartos, los abogados son expertos en derecho debidamente formados, éstos sí, a los que podemos recurrir para solucionar nuestros problemas. Y no, tampoco ellos trabajarán gratis, téngalo en cuenta. No se dejen engañar por los vende humos que abundan por estos lares. Acudan a un abogado. Consúltenle sus dudas. Consuman asesoramiento jurídico de calidad. Busquen aquel que más confianza les dé. El que sea más adecuado y formado para su concreta necesidad. También, claro está, el que mejor se ajuste a su bolsillo. No escatimen en su uso, pues ya saben que lo barato sale caro y que después, como cantaba Rubén Blades con Pedro Navaja, «la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, Ay Dios».