Pescadores de Formentera me cuentan la maravilla que era el guisado de tortuga, que hacían con patatas, muy picante y con un chorrito de Ricard. Cuando encontraban alguna en las redes del llaud o algún palangre, pues a la cazuela y fiesta. ¿Las echan de menos en su mesa desde que están fuertemente protegidas? Probablemente, y me dicen que, al menos en nuestra mar, no era por su consumo que desaparecían, sino por el aumento de tráfico marítimo.
Afortunadamente vuelven a nidificar en Baleares, incluso al lado de hamacas en playas atestadas. El pasado viernes soltaron 74 tortugas en es Cavallet, con lo cual los ejemplares tendrán que atravesar una de las autopistas marítimas más concurridas. Previamente las han mimado durante un año, para que al lanzarse al mar tengan más posibilidades de sobrevivir.
Hace unos años me encontré con una tortuga gigantesca. Americé sobre su caparazón mientras nadaba a crol rumbo al Khumaras. Fue una sorpresa mutua, pero ambos seguimos nadando: ella a comer unas medusas y yo a beber un ron.
La mitología dice que la tortuga es lujuriosa, tolerante y participa de la longevidad del cosmos cual fósil viviente. Los orientales leen presagios en su caparazón, que es por un lado la representación de la tierra y por el otro del universo. Dicen que su carne tiene propiedades afrodisíacas y terapéuticas (tanto monta), y ha alimentado a los más fieros piratas gracias a que podía vivir en la cubierta de los galeones.
Era también el emblema del Gran Duque de la Toscana, cuya leyenda rezaba Festina Lente, un recréate en la lentitud que va muy bien con el dolce far niente. Una filosofía que tal vez regrese, como las tortugas, a unas Pitiusas cada vez más aceleradas por el negocio turístico.
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