La deriva resacosa me llevó cual náufrago a la orilla artística del Estudio Tur Costa y una salvadora nopaleda me dio a beber un ardiente mezcal. La copa se mezclaba armoniosamente con el paisaje pictórico, entre pitiuso y mexicano, ideado por un grupo de artistas, las cochichumbas, que han emprendido su cruzada particular para salvar las chumberas ibicencas.

Por esas cosas de la modernidad, la chumbera está considerada como una planta invasora y nadie se apiada institucionalmente de ella (lo cual tal vez sea preferible, pues todavía recordamos el safari caprino que montaron los ecolojetas en Vedrá, matanza contra unas cabras que llevaban pastando por sus riscos más de setecientos años).

Hace tiempo que no desayuno higos chumbos, pero las chumberas han florecido por el paisaje pitiuso desde las navegadas de Cristóbal Colón. Ahora se encuentran desprotegidas, en riesgo de extinción por la cochinilla, que tinta lo suyo desde tiempos precolombinos.

No pasaría lo mismo si hablásemos de tomates, tabaco o patatas, traídas también en esas carabelas que iniciaron la aventura del mestizaje más colosal que ha conocido la historia. Pero las cochichumbas no se rinden: crean, debaten, pintan, tejen y ofrecen soluciones para luchar contra la plaga y la indiferencia.

Y además te dan a beber mezcal, tan promiscuo que ya semeja ibicenco como las hierbas. Es una bebida cuya moda invasiva inició felizmente La Mezcalería, en la acrópolis del Dalt Vila, y me parece fundamental para descubrir mejor los destellos que asoman por las exposiciones isleñas. Y los ojos de la cochichumba Eliana Perinat resplandecían al mostrarme sus obras, pintadas con tinte de cochinilla, donde quise vislumbrar al gran José Alfredo, en plan anar de finestres, junto a la chumbera de una casa payesa.