Fornells. Pueblo de costa de Menorca. Son cerca de las once y media de la mañana. Es mi último día en la isla tras unas mini vacaciones magníficas en las que hemos vivido de todo. Hace apenas unos minutos hemos desayunado en un sitio estupendo en pleno centro del pueblo y tras dar un magnífico paseo viendo el mar soñando con comprarnos una casa en algunos de sus rincones, mi compañero de Onda Cero Menorca Iván Martín, se encuentra con dos amigos.

Son un matrimonio, dos excompañeros de los medios de comunicación que ya están jubilados y que tienen una hija que es funcionaria en Ibiza, y rápidamente sale el tema. «Ibiza es un sitio maravilloso pero está masificado. Es una locura como podéis aguantar allí»… comienza ella mientras su marido sonríe y me mira… Yo, triste, sabiendo que ella lleva razón, bajo la cabeza y sigo andando… «Y luego está el tema de la vivienda que es tremendo… cuando a ella le salió la plaza intentamos buscar una habitación y al principio se quedó en el barrio de ses Figueretes en una casa poco recomendable, así que tuvimos que buscar una alternativa y ahora por fin tiene su propia habitación en otra vivienda aunque a un precio totalmente desorbitado»… nos explica ella con ese aire de nostalgia que tienen los padres a los que les gustaría tener a sus hijos cerca porque saben que no están del todo bien. Instantes después me mira fijamente y aunque me lanza una sonrisa yo no puedo más que volver a bajar la mirada mientras busco en mi mente alguna razón para decirle que está equivocada y que la isla de Ibiza sigue siendo la misma que me enamoró hace ya casi 15 años. Pero no encuentro ninguna. Me siento cansado de escuchar siempre lo mismo y de que prácticamente nadie me recuerde que Ibiza es un paraíso y que ya nadie me considere un privilegiado por vivir allí.

Además, mis escasas defensas se acaban por venir abajo como un castillo de naipes cuando aquella compañera de los medios termina con una afirmación lapidaria. «En Menorca no queremos masificación y que nos coma el turismo porque no queremos ser como Ibiza». Touché. Tocado en mi línea de flotación y en apenas unos pasos hundido completamente. La vuelvo a observar con una sonrisa de resignación. Llevo las gafas de sol pero estoy seguro de que ella ha captado que detrás de ellas mis ojos le dan la razón y que no encuentro nada que argumentar en defensa de la isla.

Y finalmente llega la traca final cuando descubro que Iván, perfecto anfitrión donde los haya, ha decidido que nos vamos a bañar en una pequeña cala de agua transparente en pleno Fornells. Un lugar idílico de aguas preciosas, señalizado con boyas, al que se accede por unos escalones de piedra tremendamente limpios y en el que no te encuentras con nadie por más que estemos a domingo y a primera hora de la mañana en una localidad bastante turística. La mujer, antes de despedirse de nosotros, nos pregunta, ignoro si con ironía fina...«¿qué pasa, que en Ibiza no tenéis algo parecido?» Niego con la cabeza, le explico que ya no nos quedan lugares así, que son inconcebibles en nuestra isla, que Instagram ha hecho demasiado daño viendo que todo el mundo busca lo mismo, que los autobuses van repletos de gente, que los aparcamientos están atestados, y que en las playas ya casi no hay sitio para nadie ante el enorme volumen de hamacas. Y luego, como si abrieran una compuerta por la que pudiera dejar escapar mis pensamientos, le hablo de los atascos que sufrimos en nuestras carreteras, de los precios de nuestros restaurantes o del tipo de turismo que nos visita en comparación al de Menorca y le acabo confesando que alucino con la idea de que hayan convocado una concentración para protestar por la saturación que ellos sufren allí, a lo que ella vuelve a insistir que es «para no ser como Ibiza».

Lo peor de todo es que lleva razón. Ahora soy yo quien le da la razón mientras miro al mar y recuerdo lo que he descubierto en mi primera visita a Menorca. Siento una tremenda envida y aunque soy consciente de que nunca es oro todo lo que reluce, sueño con vivir en un lugar así y mientras me quito la camiseta, dejo las chanclas, me meto en el agua y me alejo unos metros, sigo preguntándome como en Ibiza hemos llegado a esta situación en algo más de una década. Hago un poco de buceo, me miro los pies y aún me atrevo a decirle a esa mujer que le pida mi teléfono a Iván por si su hija necesita algo aquí… Ella me lo agradece y junto a su marido se despide en la distancia mientras yo, secretamente, pienso que no se como podría ayudarla si ellos tienen todo lo que una vez tuvimos aquí y lo dejamos perder.