Ahora que se cumplen 10 años de la abdicación del rey Juan Carlos I, merece la pena reflexionar sobre la caída en desgracia del monarca. El episodio del procesamiento de su yerno, Iñaki Urdangarin, y de su hija, la infanta Cristina, fue determinante en ese proceso de degradación institucional que culminó con el enjuiciamiento de dos allegados al jefe del Estado. Recordemos que quien ejerció entonces la acusación popular, con el aplauso generalizado de la izquierda, fue el sindicato Manos Limpias. Conforme las investigaciones dejaban al descubierto las andanzas del Instituto Nóos, dirigido por Diego Torres e Iñaki Urdangarin, quedó claro que aquello era un sacadineros; un montaje para conseguir un pastizal de grandes empresas que no eran capaces de oponerse a los planes del yerno del rey. Mucho mejor ser complacientes y soltar la pasta, que la Casa Real ya devolverá el favor de algún modo. Pero como la codicia humana raramente va a menos, no se contentaron con exprimir empresas privadas y decidieron poner en el punto de mira a algunas administraciones públicas, como el Govern balear de Jaume Matas. Por más que el negocio fuese legal, todo parecía gravemente inmoral y apestosamente corrupto. Así acabó siendo. El asunto tiene enormes paralelismos con el África Center del Instituto de Empresa y con la Cátedra extraordinaria de Transformación Social Competitiva de la Complutense, los tinglados montados por Begoña Gómez, esposa de Pedro Sánchez. Sobrevuela la sospecha de que, de no haber sido cónyuge del presidente del Gobierno, ni habría dirigido ningún tinglado ni nadie habría patrocinado nada. Y el PSOE pretende que nada se investigue, a la vez que la Fiscalía defiende a Begoña. Como si fuese Cristina de Borbón en el caso Nóos. Pero ahora es peor, porque ni siquiera se ofrece la menor explicación, dejando en evidencia la mangancia.